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Full text of "Arthur Garcia Nunez Wimpi 1953 El Gusano Loco"

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^J^IMPI pudo y debió ser 
médico, pero renunció a 
los estudios sistematizados cuan 
do conoció la vida vibrante, bu- 
lliciosa y múltiple de las redac- 
ciones periodísticas de su Mon- 
tevideo natal. Pudo ser un ensa- 
yista de alto mérito, un escritor 
de profundas indagaciones indivi- 
duales y, de habérselo propuesto, 
también un estilista brillante, por- 
que todas esas características se 
dan en este hombre de sólida cul- 
tura, observador profundo que re- 
monta los escondrijos del alma 
humana con admirable facilidad. 
Pero terminó triunfando en él la 
cualidad predominante de su sin- 
gular personalidad: la del humo- 
rista que, en cierto modo, sinte- 
tiza todas aquellas otras que re- 
signó deliberadamente. No se pa- 
rece ni imita a nadie; es el crea- 
dor de un modo propio, acen- 
tuado por rasgos que lo tornan 
inconfundible y único en la lite- 
ratura amoricana. Los cuentos del 
viejo Varela, que divulgaron los 
periódicos y revistas y, más tarde, 
animaron los personajes radiotele- 
fónicos salidos de su fecunda 


EDITORIAL 

BOROCABA 

BUENOS AIRES 






WIMPI 


El Gusano Loco 


PORTADA DE 

ROBERTO MEZZADRA 


3* Edición 



BUENOS AIRES 


Queda hecho el depósito que previene la ley NO 11.723 . 
Copyright by EDITORIAL BOROCABA. - Buenos Aires, 1953 


IMPRESO EN LA 


ARGENTINA 


Terminóse la impresión de este libro el 30 de diciembre de 1953, 
eo EDITORIAL SOPHOS; Malabia 1379, Buenos Aires. 







Radiografía del cráneo del autor obtenida por el doctor Samuel Stuart 

Pennington. 

No hay que hacerse mala sangre: la máquina de tomar radiogra- 
fías es una máquina fotográfica que adelanta. Pero así como hay muchos 
que se ponen tristes cuando ven su retrato de algunos años antes, uno 
ofrece con alegre ternura su retrato de algunos años después. 





Para Caracol, mi mujer, 
criatura admirable. 




Homo sum: humani nihil a me alienum puto 1 . 

Terencio, Heautontimorumenos, acto I, esc. 1, v. 

And feel that I am happier tham know 2 * . 

John Milton, The Paradise Lost, VIII, v. 282. 

Quand mes amis son borgnes, je les regarde de profil 8 . 

Joseph Joubert, Pensées. 


1 Hombre soy, y nada de lo humano me es ajeno, 

2 Siento que soy más feliz de lo que me parece. 

8 Cuando mis amigos son tuertos, los miro de perfil. 




PALABRAS PARA LA TERCERA EDICION 


L a primera edición de este libro —diciembre de 
1952— se agotó en Buenos Aires y Montevideo, si- 
multáneamente, en menos de tres meses. 

La segunda —febrero de 1953— no duró más tiem- 
po que aquél en las librerías, que también agotaban en 
Montevideo “10 Charlas de Wimpi” editadas por Ra- 
dio Carve y AUPO; y en Buenos Aires, “Los Cuentos 
del Viejo Varela” de Nalé Editores. 

El público pide cosas de Wimpi y Wimpi trabaja 
en libros que quiere presentar, como nos lo ha dicho, 
“con paquetería”. 

Como ninguno de ellos estará terminado antes de 
mediados de 1954 y teniendo en cuenta la insistencia de 
la expuesta solicitud unánime. Editorial Borocaba 
se complace en presentar la tercera edición de El Gu- 
sano Loco”. 

Los Editores 


9 




EL GUSANO LOCO 


H abía una vez, hace mil millones de años, una colonia 
de gusanos cuyos individuos estaban adaptados a 
su medio en tal forma que podían considerar asegura- 
dos su mantenimiento y su conservación. 

La adaptación, empero, no bastó para auspiciar me- 
joramiento alguno en las formas de vida que optaran 
por ella. La adaptación constituyó un criterio tendiente 
a garantizar una utilidad y un reparo. La evolución, 
antes bien —“inestabilidad creadora”— fué el criterio 
que inauguró la libertad sobre la tierra; que permitió 
avanzar al pequeño latido elemental de la primera vida, 
a través de una espesura de monstruos, para que viniera 
a cobijarse en el corazón que ahora lleva en su pecho 
la Criatura del Destino- 

Aferrados al medio, los adaptados fueron quedando 
atrás. 

Por fortuna, en aquella colonia reptante apareció 
un gusano rebelde. 

Se sintió incómodo en el sitio que a los otros les 
satisfacía, y se apartó de ellos. Sin duda habría querido 
que lo siguieran. Pero lo dejaron solo. Era el gusano 
loco. 


11 



De él —fundador de la libertad sobre la tierra— 
se valió la Naturaleza para culminar su obra en la gra- 
cia del sentimiento y en el milagro de la idea. 

¡Loor al gusano loco! 

Como la rosa está, ya, dentro de la semilla, dentro 
de él se preparaba una aurora de Franciscos, de Leo- 
nardos, de Galileos y de Colones. 


12 



OPTIMISMO Y PESIMISMO 


E l tipo se hace, por lo general, pesimista, a fuerza 
1 de ir viviendo lo que les pasa en la vida a los 
optimistas. 

Hay un optimismo capaz de producir pesimismos: 
y es el de los optimistas que enajenan el presente, que 
desatienden la hora en que se vive, a fuerza de antici- 
parse un futuro prodigioso de esa hora. 

Aspirar a la plenitud, es un modo de conspirar 
contra ella. Quien aspira a mucho, en efecto, siempre 
se siente defraudado por lo que pudo, luego, conseguir. 

Cada hora de la vida tiene una riqueza, un signi- 
ficado y un sentido. Cuando el tipo no aprovecha esa 
riqueza, no advierte ese significado, no entiende ese 
sentido, ha sufrido una pérdida que ya con nada podrá 
compensar. 

No es optimismo auténtico el de quien espera con- 
fiado a que la realidad llegue a tener el tamaño de sus 
sueños: lo es, en cambio, aquel capaz de vivir su sueño 
como una realidad. 

Esperar a que una ilusión se realice, es una falta 
de respeto para con la ilusión. 


13 



Esperar a que se transforme en una cosa que pueda 
tocarse o guardarse en el cofre-fort o ponerse en la he- 
ladera, es quitarle a la ilusión sus valores más ciertos 
y su gracia más diáfana y su gloria más pura. 

Es confundir a la ilusión con un pagaré. 

Dicen los pesimistas que no puede haber felicidad 
completa, porque están aburridos de ver la decepción 
de los optimistas que creían que podía haberla. 

Pero es que la felicidad no es nunca una cosa 
hecha: se va haciendo. 

No se trata de que el tipo piense, edificado, en 
que llegará a ser feliz: se trata de que, lúcido, vaya 
siendo feliz. 

A cada momento el tipo está llegando a algo. Lo 
malo es que no se da cuenta. 

Nada de lo que pasa, pasa. Todo se hace nuestro. 

Y el tipo, que siempre quiere apoderarse de todo 
¡nunca sabe ser dueño de nada! 

La felicidad no puede estar al fin de ningún ca- 
mino: debe ir estando en el camino. 

No es, nunca, una cosa hecha: es intención y refe- 
rencia, es conciencia y fe. 

No busca el camino hacia una cosa: se hace, entre 
las cosas, un camino . . . 

Todo momento es algo, todo paso es una decisión. 

Cada latido es un regalo. 

Por no haber entendido eso tuvo que confesar, allá 
en sus años viejos, la Marquesa de Sevigné: —“¡Qué 
feliz era yo en aquellos tiempos en que era infeliz. . .1” 


14 



CASTILLO DE NAIPES 


E l esqueleto es no sólo una obra maestra de arqui- 
tectura, sino que, también, la prenda más durable 
de cuantas se le concedieron al tipo para caracteri- 
zarse como protagonista de la vida. 

Impresionan vivamente, por ejemplo, la solidez y 
la gracia de la columna vertebral- Su leve forma de 
“S” constituye la más discreta y fina solución al pro- 
blema de equilibrio que se le presentó a un ser cuya 
estructura no estaba calculada para que anduviese 
parado. 

El tipo, en efecto, se enderezó a última hora. 

Y el orden de sus visceras era inadecuado para la 
posición erecta. Pero la columna vertebral resolvió el 
conflicto que él se creara incorporándose. 

Sus curvaturas —y su flexibilidad y su reciedum- 
bre— le permiten al tipo atarse los zapatos, levantar al 
nene, lavarse los dientes, mover la cabeza como un si- 
llón de hamaca meciéndola sobre la articulación del 
atlas para decir que “sí” cuando le preguntan si quiere 
más gato, o hacerla girar entre el atlas y el axis para 
decir que “no”, sin que lo oigan, cuando le preguntan 
si está contento. 


15 



Desde la bóveda del pie, que amortigua el traque- 
teo, siguiendo la pierna hasta la rodilla —que dió ori- 
gen al bandoneón y permite destapar botellas—, y de 
ella, muslo arriba, por la cadera, el costillar, el cráneo, 
todo está dispuesto para el usufructo de la posición 
vertical, con la levedad y la gracia de un castillo de 
naipes. 

Sin embargo, pese a esa levedad, a esa frágil apa- 
riencia de su esqueleto, el tipo puede cargar bolsas, lle- 
var a otro a babucha y jugar a las bochas sin que el 
castillo se le deshaga. 

El esqueleto es jaula, percha y caballete: todo en 

uno. 

Se ha dicho que el hombre es hombre por la ca- 
beza y por la mano. Lo es más, empero, por la mano 
que por la cabeza: hay muchos que no piensan, y lo 
mismo agarran- Y otros que únicamente piensan en aga- 
rrar. 

La mano es el primer ensayo serio de técnica. No 
sólo basta con poner el dorso hacia arriba y mover los 
dedos hacia abajo para llamar, sino que, lo que es mu- 
cho más importante, basta, asimismo, con poner el dor- 
so hacia abajo y mover los dedos hacia arriba para des- 
pedirse. 

El codo es sorprendente. Cuando el tipo serrucha, 
rinde como una charnela, que es la articulación carac- 
terística de la navaja de afeitar. Permite la realización 
de mil trabajos porque se adapta al esfuerzo, responde 
a la exigencia, cede en su quicio. 

Es mediante el recurso del codo que el tipo puede 
dar vuelta las hojas de un libro, trabajar de mótorman, 


16 



tocar la guitarra y subirse a los árboles. Lo clava y se 
abre paso, lo apoya y descansa, lo empina y se alegra. 

Cuando el tipo se pone en cuclillas para enchufar 
la lámpara de pie, para recoger la moneda o para aco- 
modarle el fuego al asado, está aprovechando un meca- 
nismo en cuya preparación trabajó la naturaleza mi- 
llones de años. 

El que pudiendo agacharse se queja, es un des- 
agradecido- 


17 




EL PREMIO NOBEL DEL Dr. WAKSMAN 


H ay microbios que se comen a otros microbios. 

Ya Pasteur había observado esa conducta una vez 
en que habiéndose contaminado, por exposición al aire, 
un cultivo de bacilos de carbunco, cuando fué el sabio 
a inspeccionarla, comprobó, alelado,, que los bacilos de 
carbunco habían desaparecido y en su lugar había otros 
microorganismos invasores que se levantaban de la mesa 
con el escarbadiente. 

Otras veces el microbio no llega al canibalismo: 
se limita a apestar a su congénere. 

De pronto un microbio X enferma a la persona. 
Está satisfecho. Ha cumplido con su deber. Un micro- 
bio que enferme a una persona representa su misión tan 
normalmente como el médico que la cure, el sastre que 
la mida, el camionero que la pise o el vigilante que se 
la lleve. 

Pero, al rato, es el microbio quien empieza con 
chuchos, dolor de cabeza y arcadas. 

Otro microbio lo enfermó a él. 

El espectáculo de un microbio enfermo es tan pa- 
radojal y sorprendente como el del tipo que, al estarse 


19 



bañando de ducha y saltarle el jabón, acude a buscarlo 
al rincón en que cayó y, hallándolo lleno de tierra y 
pelusa, lo lava antes de volverlo a usar. 

No puede negarse que el lavado de un jabón se 
parece a un microbio enfermo por el cambio de frente 
que presenta, en ambos casos, la lógica tradicional. 

En seguida se piensa que si el microbio, agente de 
la enfermedad, puede enfermarse —y el jabón, inven- 
tado para que nos lave, puede necesitar ser lavado— 
con poco que se desarrolle esa tergiversación en el me- 
canismo corriente de la peripecia del mundo, podría 
llegarse a una era en la que el tipo, a la hora del de- 
sayuno, se comiera el diario y leyera el pan con man- 
teca. 

Volviendo, empero, a los quebrantos de salud en 
los inventores de las enfermedades, resulta que el doc- 
tor Selman Waksman, de la Estación Experimental de 
Nueva Jersey, que había iniciado en 1915 sus estudios 
sobre los actinomices —microbios del suelo— llegó a 
aislar, en 1919, el “Actinomyces griseus”, una de cuyas 
subdivisiones —el “Streptomyceus griseus”— producé 
una substancia que ataca a otros gérmenes patógenos. 
Aislada esa substancia, es, hoy, la estreptomicina. 

El doctor Waksman fué distinguido por sus estu- 
dios —posiblemente uno de los planes de investigación 
más largos que se conocen— y por su notable descubri- 
miento, con el Premio Nóbel de Medicina 1952. 

Y el caso del doctor Waksman es muy especial: 
porque no sólo el tipo debe estar agradecido al sabio 
que encontró el antibiótico capaz de salvarlo de tantas 
otras enfermedades, sino que deben estarle agradeci- 


20 



dos, asimismo, los microbios, por haber, el sabio, se- 
ñalado al microbio que los enferma a ellos. 

Claro que la misma cachiporra —en este caso la 
estreptomicina— que el Stretomyceus utiliza contra su 
prójimo —o sea los demás microbios— la utiliza, ahora, 
contra ellos mismos, el tipo. 

Pero tanto los microbios como el tipo saben, por 
experiencia, que un cambio de mano en la cachiporra 
es el único alivio que se ha podido experimentar, de 
tanto en tanto, en este mundo. 


21 




FUNCIÓN POLÍTICA Y CULTURAL 
DE LA RATA 


S i se le llama agradecido al que todavía espera algo 
más, es porque implícitamerite se admite que, cuan- 
do al tipo ya no le hace falta una cosa, la considera in- 
necesaria, pese a la necesidad que de ella pueden tener 
en ese momento los demás, o en otro momento cual- 
quiera, el tipo mismo. 

Sin embargo, todo cuanto existe en el mundo es 
necesario. Todo está hecho con vista a un fin. Todo 
tiene su razón de ser. 

Jacques Henri Bernardin de Saint-Pierre —autor 
de “Voyage a rille-de-France”, “L’Arcadie”, “Essai sur 
les journaux”, “La mort de Socrate”— , amigo de ma- 
demoiselle Lespinasse y de madame Necker y de Napo- 
león, el intendente del Jardín Botánico dp París, exage- 
rando los propósitos de Frangois de la Motte Fenelón en 
su “Demostration de l’existence de Dieu”, escribió sus 
“Etudes de la Nature”, desarrollados en “Vceux d’un 
solitaire pour servir de suite aux études de la Nature”. 

Y dice —en estas últimas obras— que hay, incluso, 


23 



una razón para que las mujeres tengan las caderas 1 
más voluminosas que los hombres. La Naturaleza le 
asignó a la mujer, entre otros quehaceres, el de llevar a 
su niño en brazos; el niño, llevado en brazos, le pesa, a> 
ella, adelante, tendiendo, desde luego, a inclinarla. De 
ahí que la Naturaleza le haya otorgado a la mujer el 
don de un contrapeso en la parte posterior, para resta- 
blecerle el equilibrio. 

Todo está hecho con un fin preconcebido- 

Bernardino de Saint-Pierre se explica la sorpresa 
de muchos ante el hecho de que la vaca tenga cuatro 
mamas, pese a que no suele alumbrar más de un ter- 
nero por vez —dos, acaso, cuando se trata de vacas muy 
bambolleras—, en tanto que la cerda, que en ocasiones 
alumbra hasta quince criaturas, tiene sólo doce mamas. 

Parecería —admite el autor— que a la vaca le so- 
braran dos mamas y que a la cerda le faltaran tres. 

Pero, no. 

La Naturaleza ha dispuesto así las cosas porque 
dos de las mamas de la vaca están para que se las or- 
deñen con el fin de proveer a las lecherías de concu- 
rrencia humana y porque los hijos de la cerda es for- 
zoso que abunden, aunque ella carezca de espacio para 
las mamas necesarias, en tanto que hay que contemplar 
la demanda de las rotiserías. 

Abreviando: la vaca dispone de cuatro mamas no 
obstante alumbrar, generalmente, un solo ternero, y la 
cerda tiene pentecaidecallizos 2 , magüer sólo contar con 

1 Por una razón de humanidad pone, uno, caderas. Saint-Pierre, puso 
nalgas — “fesse". 

2 Del grigeo pentekáideka, quince, y de mielgo: del latín gemello, 
ablativo de gemellus — sánscrito, yamanas, gemelos. En dos palabras: 15 
lechones. 


24 



trece mamas, para que al tipo no le falten nunca ni su 
café con leche, ni su lechón. 

Dice Saint-Pierre que las pulgas son negras para 
que resalten en la piel blanca y pueda la gente atra- 
parlas sin mayores dificultades. Y dice que los melones 
ya vienen con los gajos marcados para que no haya 
discusiones cuando se comen en familia. 

Todo está bien como está. Todo se necesita. 

No ha de faltar quien, irónicamente, pregunte: 
—“¿Y los mosquitos? ¿Son necesarios?” 

¡Claro que son necesarios! 

Si fué respetado el mosquito en la antigüedad por 
gentes sabias, se debió a que esas gentes sabias presen- 
tían lo que iba a aportar el mosquito a esta era indus- 
trial. 

¡El mosquito fué cantado por Publio Virgilio Ma- 
rón en “Las Geórgicas”, la mejor de las obras del ilus- 
tre mantuanol 

Por aquella misma época, Meleagro de Gadara se 
había enamorado de Zenófila, y como no la podía en- 
contrar a tiro, ¡mandó al mosquito, en confianza, a que 
la enterara de su cuita ! 3 

Si no hubiese mosquitos, ¿de qué viviría la gente 
que hace mosquiteros, espirales y mosquiticidas? 

Uno ya supone qué pensará, a esta altura, más de 
un desaprensivo: 

—“Esa gente podría ocuparse de otra cosa”. 

Pero si los que viven de los mosquitos se ocuparan 
de otra cosa, ¿de qué se ocuparían los que se ocupan, 

8 El encargo de Meleagro al mosquito, fué así: —‘Vuela por mí joh 
mosquitol, leve mensajero, y murmura estas palabras en el oído de Zenófila: 
— 1 "j Él vela, él te espera, él te ama!". Si tú me traes a Zenófila, te regalaré, 
para que te vistas, una piel de león". 


25 



ahora, de otra cosa, cuando se vieran desalojados de ella 
por los que en ella irían a ocuparse al quedar sin ocu- 
pación por la falta de mosquitos? 

El tipo vive de sus plazas. 

¿Innecesaria la mosca? |No! Ya Homero había 
comparado el valor de Aquiles con el de la mosca 1 
—que por más que la manoteen, siempre vuelve a la 
carga. Luciano de Samosata había escrito, ya, su “Elo- 
gio a la Mosca”; Claudio Eliano de Preneste, en su 
“De natura animalium”, ya había asegurado que la 
mosca tenía un alma inmortal; ¡y como si todo eso no 
bastara para configurarle un prestigio, hoy la mosca es 
la primera colaboradora en los estudios de Genética! 5 

¿Innecesaria la lombriz? jTampoco! Según las ob- 
servaciones hechas recientemente por los doctores Henry 
Hopp y Clarence S. Sláter —del Servicio de Conserva- 
ción del Suelo del Departamento de Agricultura de los 
Estados Unidos—, la lombriz nutre la tierra, la afloja, 
la mantiene porosa, la abona con una substancia que 
ella misma segrega. Es tan importante una lombriz co- 
mo un agricultor 6 . 

Cierto día de 1822, navegando por las costas orien- 
tales de Groenlandia a bordo del “Baffin”, el explora- 
dor inglés William Scoresby se asombró de la enorme 
cantidad de medusas que arrojaban las olas a la playa. 
Y dicen qüe por un momento consideró antieconómica, 
derrochona, a la Naturaleza. Sin. duda, habrá pensado: 
—Toda esta materia prima de vida que la Naturaleza 
desperdició en las medusas le podría haber servido para 

* Ilíada XVI. 

6 La mosca Drosoph'ila. 

o Además, la lombriz es nada menos que el símbolo de la carnada 
en un mundo donde al que no pica, lo ahogan. 


26 



confeccionar seres más útiles: caballos, gallinas, mo- 
tormen, langostinos, plomeros, referees, corvinas, doc- 
tores . . . 

Tras reflexionar un poco, sin embargo, el explora- 
dor advirtió lo siguiente: las medusas les sirven de ali- 
mento a los arenques, de los arenques se mantienen las 
focas, y las focas constituyen el menú de los osos. Si no 
hubiese medusas, los arenques morirían de hambre. Y 
no habiendo arenques, ¿con qué comerían las focas? ¡Mo- 
rirían de hambre las focas también! Pero ¿y los osos? 7 
Los osos no se resignan a morirse de hambre. ¡Invadi- 
rían las ciudades en busca de víveres! 

Quedó todo aclarado: la Naturaleza hizo a las me- 
dusas para salvar a las ciudades de la invasión de los 
osos. 

Cabe aún admitir que surja quien inquiera: —“Pe- 
ro ¿y la rata? ¿Para qué sirve la rata?” 

A causa de presentar muchas de sus reacciones vi- 
talés parecidas a las del tipo, la rata sirve para estudiar 
al propio tipo. Los sabios, entre otros abusos que come- 
ten con ellas, ponen a una dieta pobre en sales y amino- 
ácidos a ratas de cuatro semanas de edad, y, observán- 
dolas, establecen las curvas del crecimiento. 

En su obra “Problemas of Aging”, Cowdey publica 
retratos de ratas taradas a causa de tales experiencias, 
que parten el alma. 

Además, le cupo a la rata una función histórica de 
incalculable trascendencia. 

En la primavera de 1S47 pasó por Constantinopla 
una peste procedente del Asia, y al año siguiente 

1 Porque al final, el problema siempre está en los osos. 


27 



— 1 348 8 — , tras asolar la Europa entera, llegó a Lon- 
dres. Según las estadísticas de que dispuso el Papa Cle- 
mente VI, murieron en aquella pandemia 42.836.486 
de personas. 

El mal se iniciaba con respiración agitada y estor- 
nudos. Y era tal el temor al contagio °, que cuando uno 
oía estornudar a otro se apartaba alarmado, pero no sin 
antes desearle, cristianamente, “salud”. 

La costumbre de decirle “salud” al prójimo estor- 
nudante fué, pues, la primera consecuencia de aquella 
peste. 

Como el pánico la precedía, se establecieron guar- 
dias en las puertas de las ciudades, para que, antes de 
dejar entrar a forastero alguno, lo retuvieran fuera del 
ejido cuarenta días, a fin de cerciorarse de que no tenía 
el mal. 

La cuarentena es otra consecuencia. 

Mientras la peste azotó a Florencia, dijo Giovanni 
Bocaccio, que siete muchachas — Pampinea, Fiametta, 
Filomena, Emilia, Lauretta, Neifile y Elisa— y tres bue- 
nos mozos — Pánfilo, Filostrato y Dioneo— sé protegie- 
ron de la calamidad aislándose en un lejano palacio. 
Para entretenerse, contaron una historia por día cada 
uno durante diez días. Recogiendo esas historias, Bo- 
caccio compuso “El Decamerón”, famosa colección de 
cien cuentos, que constituye la primera obra en la que 
el idioma italiano se eleva en la prosa a la jerarquía que 
ya obtuviera en la poesía merced al Dante y a Petrarca. 

8 Fué el año del baile de Eduardo III en el que se le cayó la liga 
a la Condesa. 

o Cuy de Chauliac, el médico más eminente de la época —lo fué de 
Clemente VI, a quien encerró, para protegerlo, en el castillo de Avignon— , 
decía que los enfermos contagiaban el mal sólo con la mirada. 


28 



El Decamerón se le debe a la peste. 

La impresión que tal epidemia ocasionara en aque- 
lla población de Europa, cuya cuarta parte había su- 
cumbido, se tradujo en una extraña neurosis, llamada 
“manía de baile”, que culminó, ya bien entrado el 400, 
en Estrasburgo. Los atacados bailaban sin poder conte- 
nerse y contangiando sus desatinados movimientos a 
cuantos les miraban. Entretanto, desesperados, se enco- 
mendaban a San Vito. Hoy se sabe que ese "baile” es 
una especie de parálisis agitante —corea o mal de San 
Vito—, producida, posiblemente, por una encefalitis di- 
fusa. Pero en aquella época se ignoraban sus causas. Y 
como las gentes que lo bailaban tocaban, o hacían que 
les tocaran, una música estridente, de ritmo rápido 
—porque decían que con ella se les calmaba algo el 
desasosiego—, y como hubo, en el Sur, quienes sostu- 
vieran que el mal del baile lo producía la picadura de 
la tarántula, por asociación se le llamó a aquella música 
preferida de los saltarines, tarantela. 

La tarantela es otra consecuencia de la peste. 

En Inglaterra la epidemia cobró caracteres de ver- 
dadera catástrofe. Fué donde le llamaron "muerte ne- 
gra” (black death). Redujo la población de la isla de 
cuatro a dos millones de habitantes. Los resultados del 
terror fueron inmediatos. Se desvalorizó la tierra aban- 
donada por los señores, que huían empavorecidos. Pasó 
la tierra a otros dueños. 

Subieron los de abajo. 

Las clases superiores, de origen normando, habla- 
ban francés. Las inferiores, anglosajonas, el sajón, que, 
influido por el franconormando, produjo el inglés. Al 
sobrevenir la decadencia de la aristocracia, empezó a ser 


29 



utilizada la lengua de los otros. En 1362 aparece el in- 
glés como idioma judicial 10 - 

La difusión del inglés es otra consecuencia de la 
peste. 

Por otra parte, los nuevos acaudalados dejaron el 
cultivo de la tierra para dedicarse a la cría del ganado, 
actividad de rendimiento más rápido que la agricultura, 
y, por consiguiente, indicada para unos días en que pro- 
gresaba la tendencia de. obtener provechos a corto plazo, 
ya que nadie sabía en qué momento iba a llegarle la 
“scomúniga”. 

Inglaterra se cambió de país agrícola en país pas- 
toril. Eran necesarios otros mercados para colocar los 
productos de la ganadería que ahora sobraban; era ne- 
cesario, consiguientemente, asegurarse el dominio de los 
mares para proteger esos mercados. Y así, la política in- 
sular —tan defendida y cimentada 50 años antes por 
Eduardo I— se fué transformando en política imperial. 

El Imperio británico es otra de las consecuencias. 

Y bien: en aquella época la gente creía que las 
pestes eran castigo del cielo. La gripe actual, a la que 
antiguamente se le llamaba “influenza”, debía ese nom- 
bre a que se la consideraba una “influenza coelestia” 
— ilnfluencia celeste. De manera que cuando se le pre- 


10 Su primera pla&mación literaria de alguna importancia fué la 
traducción de la Biblia hecha por John Wiclif (Lambert Gerber. “Historia 
de Inglaterra”) . Y la poesía inglesa se inició en 1369 con Geoffrey Chaucer, 
que después de publicar “Book of the Duchess” y “The House of Fame”, 
habría de producir, copiando de “II Filostrato”, de Bocaccio, su “Troilus 
and Cryseide”, de la cual, naturalmente, copió Shakespeare su propia “Troi- 
lus and Cryseide”. Pero a Chaucer le corresponde la gloria de haber creado 
al alcahuete Pándaro. No obstante figurar Pándaro en Homero (Ilíada II, 
IV y V) , fué Chaucer quien, recreando al personaje, hizo que quedara, en 
inglés, la palabra “pander” para significar alcahuete. 


30 



guntó a Guy de Chauliac a qué se había debido el fla- 
gelo, dijo que “a la conjunción de los tres planetas su- 
periores: Saturno, Júpiter y Marte bajo el signo de 
Acuario”. 

Pero la peste —bubónica— fué esparcida por las 
ratas que iban repletas de pulgas xenopsyllas cheopis u . 

Luego: (a, el actual cumplido ante el semejante 
resfriado; ( b , la cuarentena; (c, El Decamerón; (d, la 
difusión del inglés; (/, el Imperio Británico, se lo de- 
bemos a las ratas con pulgas. 

Todo, siempre, fué necesario. 


u Había tantas ratas en aquella época, que el caballero sir Richard 
Wittington —tres veces alcalde de Londres— 'se hizo rico con lo que sacó 
de la venta de un gato que tenía. (André Maurois. “Histoire d'Angleterre”) . 


31 




EL PORTA ¿QUÉ? 


E l tipo se ha pasado la Historia inventando cosas pa- 
ra llevar sus cosas: «árganas, cestas, cuévanos, carre- 
tillas, bolsas, camiones, tachos, bolsillos, carteras. Siem- 
pre fué fácil ver o adivinar qué había dentro de tales 
inventos. 

Cualquiera puede anticiparse el contenido de una 
cartera de bolsillo, esas que se doblan al medio y, mati- 
zándoles la lagar ticidad, tienen una plaquetita para 
poner las iniciales. 

El tipo saca la cartera del bolsillo interior del saco 
haciendo el mismo movimiento que hace para rascarse 
la espalda sin árbol ni pared, y desde adelante, o sea 
pasando la mano por debajo del brazo. 

Abre la cartera y, según se suponía, aparecen: la 
cédula de identidad, el recibo del club, un retratito fue- 
ra de foco de la novia, movida, con una mano en la 
frente tapándose el sol; pedacitos de papel con números 
de teléfono que el tipo ya no sabe a quiénes pertenecen 
pero que los guarda por las dudas; en un bolsillo más 
chico, abajo, las estampillas que le dan de vuelto. 

Antes, los más tiernos, llevaban un ruin envuelto en 


33 



un papel de seda. Hoy, con la difusión de la permanente 
los rulos han desaparecido o son todos iguales. 

Además, a medida que van quedando menos mu- 
jeres morochas, todo cabello rubio que se guarde, con 
el tiempo se pone negro . . . 

Las exigencias de la vida actual, sin embargo, ha- 
cen que la cartera sea insuficiente para contener todo 
cuanto el tipo tiene necesidad de llevar consigo. 

Hasta hace poco el tipo decía, cuando comprobaba 
que lo que buscaba no estaba en la cartera: —“Espere 
un momento, espere un momento que lo tengo que te- 
ner”. Y empezaba a tantearse todo el cuerpo. Mirándolo 
de lejos daba la impresión de que se estuviera sacudien- 
do hormigas o apagándose el pantalón. 

Buscaba en los bolsillos lo que no había encontrado 
en la cartera. 

También puede saberse qué hay dentro de los bol- 
sillos: pelusa, restos de tabaco, fósforos sueltos, los len- 
tes de leer, pedazos de escarbadientes, pastillas de men- 
ta rotas y percudidas, con ese aspecto resignado que les 
queda a los porotos de truco veteranos. 

Pero, de pronto, apareció el portafolio o portadocu- 
mentos. 

De la misma manera que las albóndigas y las em- 
panadas, son viandas de suspenso, el portafolio es una 
cartera de suspenso. 

Nunca se sabe qué contiene. 

Y el tipo —un ochenta por ciento— anda de por- 
tafolio. 

El portafolio es una cartera con sucursales. Los hay, 
incluso, que tienen, en chico, las mismas comodidades 
de un departamento: bolsillos para talonarios, para pa- 


34 



peí de escribir, sitio para acondicionar la estilográfica, 
catacumbas secretas con cierre relámpago para la plata 
grande y, afuera, correas, manijas, cerraduras, presillas. 

¿Y adentro? 

¡That is the question! 

Lo previsible sería que dentro del portafolio hu- 
biera protocolos de escribano, talonarios de recibo, li- 
bretos de radio, planillas. Pero, insólitamente, el tipo 
suele llevar la bufanda “por si al anochecer refresca”. Y 
encargos de la casa: el jamón cocido cuando hay invi- 
tados, los 200 gramos de queso de rallar, revistas, pasti- 
llas para la tos, ropa interior —el tipo pasó, la vió barata 
y nunca está de más. 

Superando las pretéritas etapas de la acémila ates- 
tada y el arcón inamovible, diríase que el tipo se ha 
venido ingeniando para buscarles un sitio a las cosas. 

Inventó los cajones, los estantes, la botinera, el por- 
tamonedas, la repisa, los archivos, el placard. 

El último recipiente que cobró difusión, fué el 
portafolio. 

Una cartera de por sí complicada a la que el tipo 
complica más, aún, con lo que le pone adentro. 

El tipo cree que resolvió el problema del orden y 
se pasa la vida buscando. . . 


35 




LA PIERNA ROTA 


A l tipo siempre le ha gustado destacarse. Experi- 
menta una íntima satisfacción cada vez que cree 
que lo suyo es mejor que lo de los demás: sea el recep- 
tor de radio, el calentador del baño o la úlcera. 

El afán de prestigio suele ser demasiado poderoso 
en el tipo como para permitirle elegir pacientemente 
motivos especiales en los que fundar su superioridad; 
incluso, como para esperar pacientemente, asimismo, a 
tenerlos. 

— El doctor de casa pidió consulta con el especia- 
lista, y cuando el especialista vino y me examinó, yo me 
jijé que los dos se miraron y movieron la cabeza. En- 
tonces dije entre mi: “¡mire lo que me viene a tocar, 
como si uno tuviera poco con lo que tiene!” Me in- 
ternaron a las seis de la mañana. Era oscuro, todavía, 
porque, claro, a las seis de la mañana, en junio, todavía 
es oscuro. Bueno, y ahora agárrese para no caerse: ¡dos 
horas de reloj en la mesa me tuvieron! Catorce pun- 
tadas. 

El escucha suspira; se tira para ¿.bajo las puntas 
del chaleco y trata de que la sobriedad de su comenta- 
rio fomente una bifurcación del tema: 



—Mire, ¿no? 

—Ah, pero, espérese. ¡Es-pé-re-se! Si ya me pare- 
cía que me olvidaba de algo. Me olvidaba de lo princi- 
pal. Al salir de la anestesia —óigame bien lo que le voy 
a decir, eh— al salir de la anestesia. . . ¡me empieza el 
hipo! Pero ¡¡un hipo!! que el doctor estaba desesperado 
porque tenía miedo de que se me reventaran las pun- 
tadas. 

—Yo oí un caso asi, ya. 

El tipo no puede admitir que el otro haya "oído un 
caso así”. Sonríe altivo, seguro, ufano: 

—¡Qué esperanza! No puede ser. Y le voy a decir 
por qué no puede ser. No puede ser, porque el doctor 
que me operó dijo que era el primer caso que se pre- 
sentaba. Y eso que él se recibió cuando la otra guerra; 
la del kaiser. 

Una operación, un accidente, una fractura, le ofre- 
cen siempre, al tipo, con la posibilidad de la posterior 
descripción a su cargo, las más gratas compensaciones. 
Convalecer de una pierna rota equivale, para el tipo, a 
movilizarse dentro de un clima heroico. 

Van los parientes, los compañeros de trabajo, al- 
gún vecino allegado. Se sientan alrededor de la cama. 
Al tipo le ponen atrás todas las almohadas de la casa, 
de manera que queda en una posición sin precedentes, 
que no es ni la de sentado, ni la de parado, ni la de 
acostado, ni la de nada. 

—Resulta que lo que yo quería era ponerle un po- 
co de masilla al vidrio de la claraboyita, ¿no?, que es- 
taba rajado, y cuando llovía, goteaba. 

En ese punto interviene la señora, que está senta- 
da a los pies de la cama: 


38 



—Yo le dije que lo dejara. ¿Qué le hacia que go- 
teara? Pero es inútil: a él, cuando se le pone una cosa 
en la cabeza, es lo mismo que una muía V hablando mal 
y pronto. 

Cuando ella se calla, el tipo sigue: 

—Yo me iba fijando bien dónde ponía el pie, pero 
se ve que uno de los vidrios estaba medio en falso bas- 
tante, porque al pisarlo . . . bueno, al pisarlo ¡¡¡siento 
que me voy!!! 

La exclamación del auditorio agita la atmósfera 
circundante: 

—¡Qué horrrrrrorrrr! 

El tipo disfruta íntima pero voluptuosamente el 
efecto de su relata Y sigue: 

—Cuando volví a conocer, estaba ésta (señala a la 
esposa) al lado de la cama y mi cuñado en la puerta 
esperando la Asistencia. Me tuvieron que cortar el pan- 
talón con una tijera. Mostráselo, Coca, cómo quedó ; an- 
da, mostráselo, que lo vean . . . 

La esposa se levanta y se encamina al plácard. 

Entonces una de las señoras asistentes al acto dice, 
creyendo dulcificar con eso el recuerdo del accidente: 

—Bueno, pero esas cosas. . ., agarrándolas a tiem- 
po. . ., ¿no es cierto? 

El tipo se ofende cuanto se le sugiera en el sentido 
de que su estado no reviste peligro: 

—¡Usted está muy equivocada! ¡Yo sé por qué se 
lo digo! El doctor dijo que hay que esperar a sacar el 
yeso ; que hasta que no se saque el yeso y no se sepa 

i Claro que todo está en cómo se digan las cosas. Ella lo trata de 
“muía” con una ternura que lima las aristas de la palabra, escamotea la 
malicia del sentido, corta las ramificaciones de la intención. 


39 



cómo soldó, no se puede abrir opinión... ¿Verdad, 
Coca? 

La esposa, que viene acercándose con el pantalón 
cortado, hace que "sí” con la cabeza. Le entrega el pan- 
talón a un vecino para que lo vea; el vecino lo mira, y 
dice, dramatizando el tono: “¡Pero, fíjese, ¿no?!”, y lo 
pasa. 

El tipo sigue, aún: 

—El doctor dijo que la ciencia ya hizo todo lo que 
pudo. Ahora hay que dejar obrar a la Naturaleza. Va- 
mos a ver cuando saquen el yeso . . . 

La esposa arregla el doblez de la sábana de arriba. 
Puso la vainillada, porque venía gente. Él la mira, a 
esta altura, con cierto mimo: 

—Coca, poneme algo en los pies, amor; siento que 
se me enfrían. Subime las almohadas. Poquito de agua 
de orejones, traeme. 


40 



LA ORDEN DE LA LIGA 


E duardo III Plantagenet, rey de Inglaterra, fué como 
se dice hoy, una pantera x . Había heredado la ener- 
gía y el denuedo de su abuelo, aquel Eduardo I que 
juraba “por Dios y por los cisnes”. 

Era inquieto, valiente y audaz. Quería volver a 
instituir la Mesa Redonda del rey Arturo, para lo cual 
hizo construir la torre circular de Windsor. Hacía an- 
dar a sus caballeros con trapo cubriéndoles un ojo 1 2 . 
Inició contra Francia la Guerra de los Cien Años. A 
su primogénito, Eduardo, el primer príncipe de Gales, 
le llamaba El Príncipe Negro. Y a su esposa, Felipa de 
Hainaut, la dejaba en blanco. 

Era medio picaflor, el tipo. Mariposón. Cargador 3 . 

1 Del griego panther. De pan, “todo”, y theer, “fiera”: fiera completa. 

2 Seguramente para hacerles tener siempre presente que no hay que 
creer más que en la mitad de lo que se ve. 

3 Castizamente debiera decirse iterativo, pero más gráfico resulta 
cargador, por referencia al afaníptero (a) inquilino de perro flaco, que 
vive tratando de mudarse de perro, y por ende llevándole la carga a cuanto 
ser se avecine a su costilludo local. 

a Del afaníptero del género pulex (pulex irritans: pulga personal) . 
Dícese que se llama afaníptero (b) porque no tiene alas. Pero en realidad 
se le llama afaníptero porque afana la sangre. 
b Griego aphanis; invisible, pteron; ala. 


41 



Un mediodía, fué de visita al castillo del conde de 
Salisbury. El conde no estaba, pero —como muchas ve- 
ces pasa— estaba la condesa. Eduardo se sintió atraído 
de inmediato por ella. Y ella se mostró inexpugnable. 
Propuso, él, que jugaran un partido de ajedrez. Lo ju- 
garon. Se lo ganó la condesa comiéndole la dama con 
un caballo y dándole mate con un alfil 4 . Él quiso de- 
jarle un anillo como premio a tal victoria. Simuló, ella, 
que lo aceptaba, pero cuando ya montaba él su corcel 
de guerra, se le acercó una damisela para devolverle, 
de parte de la condesa, la joya dada con segunda —o 
tercera— intención. 

Otro cualquiera se habría considerado vencido. Pe- 
ro Eduardo hacía honor a dos divisas: la de su abuelo 
— “pactum serva”: sé fiel a tu palabra— y la suya pro- 
pia de “it is at it is”: es como es . . . 

Y él se había dado palabra a sí mismo de que lo 
de la condesa . . . “no podía quedar así”. 

El 19 de enero de 1348 organizó una fiesta en 
Windsor 5 . E invitó a la condesa. Y bailó con ella. Y en 
mitad de la pieza a ella se le cayó una liga al suelo. 
Una liga azul. Eduardo levantó la liga un poco des- 
concertado al principio, porque no sabía dónde ponerla. 
A cierta altura del incidente advirtió las sonrisas mali- 
ciosas de los nobles presentes en la fiesta. Fué ahí que, 
xepuesto de su estupefacción, los miró fieramente y dijo 
sus palabras memorables: 

—¡Honni soit qui mal y pense! 

¡Maldito sea el que piense mal! 

4 Jean Froissart, “Chroniques". Libro I, Parte I, Cap. CLXVIII. 

6 En plena peste negra. Véase el capítulo “Función política y cul- 
tural de la rata". 


42 



Y agregó, ya del todo recobrado, agitando la liga en 
el aire: 

—Tal vez aquellos que hoy ríen sentiránse un día 
muy honrados con llevar una como ésta. 

Poco tiempo después instituyó "The Order of the 
Garter”: La Orden de la Jarretera. Vale decir: La Or- 
den de la Liga. 

Es la Orden de Caballería más importante de Ingla- 
terra °. Y entre otras insignias^ llevan, aquellos a quie- 
nes se les otorga, una liga de terciopelo azul en la pierna 
izquierda, con la frase que pronunciara Eduardo III es- 
tampada en letras de oro: —Honni soit qui mal y pense. 

Y tal como él lo anticipó, los caballeros de la Orden 
de la Jarretera se sienten honradísimos con pertenecer 
a ella. O sea: consideran grande honor acatar entusias- 
mados lo que un día fuera motivo de aparatosa burla. 

¡Cómo conocía a la gente Eduardo lili 


6 Después del rey —que es Gran Maestre nato—, del príncipe de 
Gales y de los príncipes de la sangre, la Orden comprende sólo 25 miembros. 


43 




SUEÑO DE UNA NOCHE CUALQUIERA 


C uando la familia se va a acostar parece que hubiera 
el doble de gente de la que hay en la casa. Ocurre 
lo que en las obras en construcción cuando todos los 
albañiles están trabajando: el número de ellos en esos 
momentos de actividad diríase mucho mayor a los que, 
habiendo sonado el pito de las 11, descansan y comen. 

Uno no ha llegado a explicarse, todavía, si esa im- 
presión se recibe porque aunque el movimiento sólo 
sea un aspecto accidental de la forma, al desplazarla la 
nultiplica, o porque ya se ha hecho uno a la idea de 
que los que descansan y comen son menos. 

Pero ¡qué trajín cuando la familia se dispone a 
acostarse! 

Chicas haciéndose los rulos 1 ; señoras pasándose 

1 El profesor Atsbury ha demostrado que la materia fundamental 
de los cabellos, cuernos y uñas es la queratina. Hay queratina A y querati- 
na B. La A es elástica, la B no lo es. Los cabellos formados por queratina 
A son lacios, pero por la tensión y el calor se puede transformar la quera- 
tina A en B , y entonces los cabellos se enrulan. Lo que hacen las chicas de 
noche, pues, es transformarse la queratina. 

Muchos se sorprenden de que ya los asirios supieran enrularse. No 
tienen en cuenta que algunos años antes la Naturaleza presentó, en los 


45 



las cremas por los rostros 2 ; mucamas con porrones; 
hombres que hacen gárgaras; oraciones susurradas por 
los más pequeños 8 . 

Ante el espejo del cuarto de baño el tipo se pasa 
la mano por la cara, se observa de perfil, levanta el 
mentón, se mira los dientes, se saca la lengua. 

Un “chás-chás” de chinelas, un “cruiiiiijjj” del col- 
chón elástico, un “brrr” arrancado por las sábanas frías. 

El tipo se estira, y, naturalmente, el piyama se le 
sube: queda acostado de pantalón corto. El piyama de- 
bería tener, abajo, presillas que pasaran por la planta 
del pie para evitar el encogimiento del pantalón cuando 
el tipo se acuesta. Otra solución podría ser la de que el 
tipo aprendiera a envainarse en la cama de Sur a Nor- 
te, vale decir: de los pies de la cama hacia arriba, para 
que el pantalón no se arrollara como cuando entra del 
otro modo 4 . 

Sobre la mesita de luz, el libro de cabecera. 

A esta altura, cabe reconocer que el tipo vive ador- 
nándose. Mediante una contracción deliberada del rec- 
tus abdominis y del obliquus internus, se comprime la 
barriga para que quienes lo miran de perfil crean que, 
por delante, sigue siendo vertical. Cuando conversa en 
una reunión se escucha a sí mismo, procurando hacer 


cuernos retorcidos del carnero —constituidos por queratina B — , una perma- 
nente mucho más duradera que la que puedan hacer en cualquier pelu- 
quería. 

2 Primero, una crema a base de trietanolamina o de éter dietilene- 
monoetilglicólico, pero llamada, demagógicamente, “crema de limpiar”, 
porque sirve para disolver las grasas procedentes de la exudación del rostro. 
Después pasan la otra crema para volver a engrasarse. 

3 “Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, que la Virgen Santí- 
sima me cubra con su manto”. 

4 La solución para evitar en forma decisiva esa anomalía sería la 
de ir a la cama derechamente en calzoncillos. 


46 



de su charla una mayólica viva, para que después los 
demás comenten: —“¡Qué facilidad de palabral ¿Vis- 
te, qué fenómeno? jQué matices!” Y cuando sabe que 
alguien, de atrás, lo mira, siempre camina de otra ma- 
nera. 

Se explica, pues, la circunstancia de que si uno le 
pregunta al tipo por su libro de cabecera, él responda, 
ufano, que es “Ueber die vierfache Wurzel des Satzes 
von zureichenden Grunde”, donde Schopenhauer dice 
que una cosa siempre trae la otra. O “La fiaccola sotto 
il moggio”, donde D’Annunzio reconoce que hay pensa- 
mientos que pesan como el fierro. O “Ad Marciam de 
consolatione”, donde Marco Anneo Séneca dice que 
nunca se encuentran palabras apropiadas para dar el 
pésame. O “An Essay Towards a New Theory of Vi- 
sión”, donde Georges Bérkeley dice que el mundo existe 
sólo porque lo vemos, y que si sigue existiendo cuando 
no lo ve nadie, es por las dudas de que a alguien se 
le ocurriera volver a mirarlo de repente sin avisar- 

Pero, no. 

El libro de cabecera del tipo es “El misterio de la 
ducha trágica”, que trata de una señora a la que ahor- 
can en el cuarto de baño, desde el patio, con un alam- 
bre pasado por la ventana. Antes de llegar al momento 
en que ella saca la lengua del todo, al tipo se le cae el 
libro al suelo. 

Las horas laten, en el silencio, entonces con hol- 
gura y desenfado. 

¿Quién hará las horas? ¡Qué desparejas le salen! 
Interminables unas, fugaces las otras. 


47 



¡Tiempo loco de minutos enormes y años cortitos! 
El reloj es como el taxímetro de la vida. Pero cuando 
hay que bajarse, nunca alcanza lo que se tiene para pa- 
gar lo que marcó. Se acercan, caracoleando, como duen- 
des azuzados, los versos de Giovanni Páscoli: 

La péndola batte 
nel’cor de la casa 
ho l’anima invasa 
del tempo que fú. 

La péndola batte 
rebatte 

¡mai piú. . . mai piúl 

— Grrrrr . . . Grrrrr . . . , el tipo se durmió. 

Cuando el tipo ronca, diríase que le estuvieran mo- 
liendo el esqueleto, y sin embargo, ¡qué placidez la de 
su rostro! ¡Es que es el único momento en que puede 
roncar! B - 

Empieza el sueño. 

El tipo sueña que anda por la casa. 

De pronto ve un sobre, con su nombre, recostado 
al florero. Le llama la atención. En seguida piensa en 
la esposa, porque la posición del sobre sugiere que así 
mismo lo habría puesto la mujer del panadero si se 

6 El doctor Jcrome Strauss, en un informe publicado en el "Archive 
Otorrinolaringology”, después de describir el ronquido como “un áspero 
ruido causado por los tejidos vibrátiles de la nasofaringe”, dice que él es 
capaz de curarlo sin sacudir al tipo: con inyecciones de una droga irritante 
—el sylnasol— , aplicadas en el paladar. iQué abusadorl El tipo tiene que 
callarse la boca cuando lo pisan en las plataformas, cuando lo empujan en 
las colas, cuando le gritan en la casa, ¡y le van a prohibir que ronque hasta 
cuando duerme! ¿Qué quieren? ¿Que reviente? 


48 



hubiese dignado avisarle al panadero que se le iba con 
aquel morocho. 

El tipo sacó el pliego del sobre. Lo desdobló con 
cierta agitación. "Querido Eulogio”. ¡Qué letra rara! 
No la reconoció. Levantó la primera hoja para fijarse 
en la firma al pie de la segunda: “Te saluda afectuo- 
samente, Cachiquengue”. 

La carta era del perro. 

Un perrito blanqo, con manchas color caramelo. 
Delicado. Fino. No había nacido para vivir entre gente. 

Y decía: —“Yo no sé, francamente, cuándo vas a 
“entrar en razones, Eulogio. Decime una cosa: ¿por qué 
“me cortaste la cola cuando era chico? ¿Te molestaba 
"que yo tuviera cola? ¿No te das cuenta de que si los 
“perros venimos con cola debe ser por algo? ¿O vos te 
“crees que sabés más que el que nos hizo el molde? 
“La cola nos prolonga hacia atrás, de manera que un 
“perro sin cola termina antes. ¿Es para que terminemos 
“antes que ustedes nos cortan la cola? Entonces ¿por 
“qué no se fijan en los asuntos de ustedes, que siempre 
“traen cola y no acaban nunca? Pero lo de mi cola ya 
“es un hecho consumado. Pasémoslo por alto. A otra 
“cosa, Eulogio. Una noche — acordate bien: fué el año 
“anterior, allá por junio— oí ruido en el fondo, salí la- 
brando y me tiraste con un zapato porque te desperté. 
“El jueves pasado —serían las 0,45— volví a oír unos 
“pasos y unos cacareos; como te enojás si te despierto, 
“dejé, nomás, que se llevaran las gallinas. |Y de ma- 
“fiana me diste tremenda patadaza porque no te había 
“despertado. jSi ladro, me pegás porque aturdo, y si no 
“ladro me pegás porque no vigilo. Si entro a las piezas, 
“me corren para afuera porque puedo tirar algo; si es- 


49 



“toy en el patio, molesto; si salgo a la calle, me corren 
"para adentro porque me puede pisar un auto. Cuando 
"viene alguna visita y querés darte corte haciéndole ver 
"cómo doy la pata, te impacientas si, al llamarme, no 
"aparezco en seguida. Cuando no hay visitas y trope- 
“zás conmigo, empezás a los gritos: — “jEste perro 
“siempre se pone delante! |Va a haber que darlo! |Ca- 
"mine a cucha!” Reconozco que mi condición de fox- 
terrier peloduro, sin mayores luces, me impide planear 
"una conducta adecuada a tus aspiraciones, pero... 
"decime otra cosa: ¿por qué me hacés ir a buscar la 
“pelota? ¿De quién me querés sacar hincha? Si me ves 
"eufórico, que te recibo saltándote, decís que te lleno 
“los pantalones de pelo. Si me ves quieto, en el jergón, 
"en seguida entrás en sospechas: —“Éste debe tener 
"la rabia muda”. Perdoná si te ofendo, Eulogio, pero 
"yo que vos, me haría examinar por un buen especia- 
"lista. ¡Ojalá que San Roque te inspire! Te saluda 
“afectuosamente, Cachiquengue”. 

Golpeóse una puerta en ese momento. El tipo des- 
pertó sobresaltado. Se levantó. Estuvo un rato para en- 
contrar la otra zapatilla. Se puso la robe de chambre 
sobre los hombros y fué al fondo a ver si Cachiquen- 
gue tenía agua en el tachito. 

El Cachiquengue dormía. 

El tipo lo miró, sonriéndole con una ternura fla- 
mante. Le rascó el lomo con el pie. Y volvió a la cama 
más tranquilo. 

Rascándose él. 


50 



CONTRIBUCIÓN A UNA BIOGRAFÍA 
REIVINDICATORIA DEL CABALLO 


T T abi'a una vez un gaucho cuyo perro se pasada el día 

haciendo pozos. En cierta oportunidad, un amigo 
del gaucho, que estaba de visita, queriendo serle útil, 
con un consejo, le dijo: 

—Cuantito usté medio se descuide, ese perro le va 
a gastar el campo. 

Y respondió el prevenido, sin sombra de inquietud: 

—No se preocupe, que abajo’e’este campo tengo 

otro. 

Por más que se cave, la zanja siempre sigue te- 
niendo un fondo. 

Hay, por ejemplo, una capa subterránea que fué 
piso hace 60.000.000 de años. Los sabios le llaman 
“eoceno” 1 al terreno en cuestión, porque en él apare- 
cieron muchas formas que acusaban ya su evolución ha- 
cia las actuales. 

El profesor Stock encontró en las rocas eocenas de 
Wyoming (U. S. A.) restos del más remoto antecesor 

i Del griego eoos, aurora; kainos, reciente: nueva aurora . 


51 



del caballo. Llamado por los paleontólogos modernos 
"eohippus”, aquel caballete tenía apenas 30 centímetros 
de alzada. Si hubiese quedado así, hoy cualquiera po- 
dría instalar un hipódromo en la azotea. Pero, creció. 
El “pliohippus”, de hace sólo 10.000.000 de años, era 
un semi Yatasto. 

Y según pudo comprobarse, por los restos fósiles 
hallados, el hombre del paleolítico se ocupó preferente- 
mente en la caza del caballo. Como comía menos que el 
elefante y era más razonable que el bisonte, el tipo lo 
eligió como partenaire. En antiquísimos monumentos 
egipcios está el caballo acompañando al tipo en el tra- 
bajo y la aventura. 

Fué, en efecto, Tutmosis III quien, al organizar su 
expedición a Siria —donde derrotó a los hicsos en la 
batalla de Maggedo— , utilizó por primera vez el caba- 
llo en la guerra 2 3 . 

Los griegos lo hicieron correr carreras. Los roma- 
nos le vistieron al jockey de todos colores. 

El caballo pues, además de facilitarle el trabajo, el 
viaje y la guerra, le vino sirviendo al tipo de entreteni- 
miento desde hace muchísimos siglos. 

Y demostrándole una admirable ternura. 

Patroclo peleó contra Héctor, en la guerra de Tro- 
ya, desde un carro guiado por el auriga Automedonte y 
tirado por los caballos de Aquiles 4 , su amigo. Héctor 

2 Las crónicas que narran esta expedición agregan que fué en ella 
que los egipcios descubrieron la gallina: “extraño animal que todos los días 
pone un huevo”, decían. 

3 En Beoda —tierra ilustre de Grecia— había un mes denominado 
“hippodromius”, en el que se corrían carreras todos los días. Jugarían por 
porotos para aguantar tanto. 

4 Aquiles, el de los pies ligeros, a causa de enojarse con Agamenón 


52 



mató a Patroclo, y cuando iba a matar también al auri- 
ga, los caballos, huyendo veloces, lo sacaron de su 
alcance. Automedonte quiso, luego, volver a la batalla, 
pero los caballos — Janto y Balio— se negaron a mo- 
verse. Parados, ambos con las cabezas gachas, lloraban 
desconsoladamente 6 . Y entonces Zeus —padre de los 
dioses—, que les advierte la congoja, arrepentido de ha- 
berlos entregado al mundo, se pregunta cómo se le pudo 
ocurrir ese disparate “¿acaso para que tuvieseis penas 
entre los míseros mortales? Porque no hay un ser más 
desgraciado que el hombre, entre cuantos respiran y se 
mueven sobre la tierra” °. 

Y no fué por miedo que Janto y Balio se negaron 
a tirarle el carro a Automedonte. Nadie más valiente 
que el caballo. Lo confirma el Libro Santo: “hace bur- 
la del espanto, y no teme ni vuelve el rostro delante de 
la espada” 7 . 

Ocurre que, al contrario de algunos otros semovien- 
tes, a ellos no les gustó tirar del carro nunca. 

No obstante, siempre que pudieron le facilitaron al 
tipo la locomoción. Hubo una época en que los hombres 
del Norte enterraban un caballo vivo antes de inaugu- 
rar un cementerio, porque decían que las almas se iban 
a caballo al otro mundo. 

El caballo, como se ve, ha contribuido a levantar 
muchos muertos. 

Además, aún, hoy hay catedráticos de caballos, pe- 

por habérseles quedado éste con una tal Briseida —a la que, después de todo, 
Aquiles había rapiñado—, fué el único causante de que La Ilíada saliera 
tan larga. 

6 Ilíada, Canto XVII. 

0 Ibid. 

7 Jeremías, 24. 



ro antes había caballos catedráticos. El maestro de Ac- 
teón, de Jasón, de Cástor, de Peleo, de Esculapio, fué 
Quirón, un centauro. Y el centauro era una especie de 
jinete de sí mismo, que los griegos confeccionaron sacán- 
dole a un hombre la parte que tiene de caballo para 
ponérsela al centauro adelante, y sacándole a un caba- 
llo la parte que tiene de hombre para ponérsela atrás. 

Siempre fué necesario para todo 8 . 

En el Capítulo C, versículo 1, de El Korán, dice el 
Profeta: —“Yo juro por los caballos al galope. . .” °. 

Y Bucéfalo, el de Alejandro? En pareja el noble 
bruto con el bruto noble, llegaron hasta la India en sus 
conquistas. Bucéfalo quería decir “cabeza de buey”, pe- 
ro era un caballo de preclara inteligencia. Una vez Ale- 
jandro lo hizo retratar por Apeles, y al terminar Apeles 

8 Cuando Federico Garda Lorca, en el Romance de la Pena Negra, 
quiso precisar la fragancia que trascendía de Soledad Montoya, no tuvo más 
remedio que valerse del caballo: 

" ...cuando por el monte oscuro 
“ baja Soledad Montoya. 

" Cobre amarillo, su carne, 

“ huele a caballo y a sombra”. 

Como la sombra no tiene olor, la sacamos y viene a quedarnos sólo 
el olor a caballo. 

o No sólo el olor del caballo, y la estampa que luce y el tiempo que 
marca, han preocupado al tipo. También la interpretación poética de su 
galope. Virgilio, en "La Eneida”, VIII, 596, la expone así: "Quadrupedante 
putrem sonitu quatit ungula campum”. Guillaume de Saluste Du Barias, 
un poeta-soldado francés del siglo XVI, en su poema "La Seconde Sep- 
maine”, ensayó imitar, a su vez, el galope del caballo^ en estos versos: 

“ Le champ plat bat, abat, détrappe, grappe, atrappe 

"Le vent qui va devant...” 

Y Gabriel Naudé, otro literato francés —protegido de Richelieu, de 
Cristina de Suecia y de Mazarino— , al leer esos versos de Du Bartas, consi- 
deró tan difícil llegar a esa como hermenéutica — u onomatopeyizamionto— 
del galope, que, justiciero, dijo: — "Du Bartas debe haberse ensimismado 
— “claquemuré chez lui”— para entrar en la intimidad del caballo y encon- 
trar lo que le demandó esa "expresión” del galope” — "l’harmonie imitative 
dont il avant besoin”. 


54 



el retrato, Alejandro no lo consideró digno de su caba- 
llo. A fin de confrontar el modelo con la pintura, ordenó 
que llevaran a Bucéfelo ante el cuadro. En cuanto vió 
su retrato, Bucéfalo relinchó de alegría. 

Y entonces Apeles le dijo respetuosamente a Ale- 
jandro: —“El caballo entiende más de arte que Vuestra 
Majestad” 10 . 

Siempre hubo caballos que se destacaron como crí- 
ticos. 

Hay en la historia de Alejandro un detalle que no 
ha merecido hasta ahora la atención de otros eruditos: 
iba confiado El Macedonio a su conquista porque al pa- 
sar por Gordium, ciudad del Asia Menor, los sacerdotes 
le presentaron el famoso nudo del rey Gordio, de Frigia: 
el nudo gordiano. Había dicho el oráculo que quien lo 
desatara, sería dueño del Asia. Alejandro miró el nudo, 
y al advertirlo complicado, para no perder tiempo, lo 
cortó con su espada. Y en virtud de que él creía, como 
tantos, que dar hachazos es lo mismo que encontrar la 
punta, siguió viaje, seguro de la victoria. Llegó hasta la 
India. Cruzó el Himalaya. En las orillas del río Hidas- 
pes venció al rey Poro. Pero, ahí murió Bucéfalo. Quiso 
avanzar el invicto guerrero. Los soldados se negaron. Y 
tuvo que volver. 

¿No se podría llegar a la conclusión, así las cosas, 
de que al que en realidad siguieran hasta ahí los solda- 
dos había sido a Bucéfalo? 

Y luego, los hunos y los ostrogodos, los alanos y los 
jépidos, los suevos y los borgoñones, veneraron el pasto 
porque le servía de alimento a los caballos. 

¿Y Vaillantif? Vaillantif fué el caballo de don Rol- 

10 Diógenes Lacrdo. Aristipo, 


55 



dán, capitán de la retaguardia franca en la batalla de 
Roncesvalles. 

“Aux ports d’Espagne il a passé Roland 
“sur Vaillantif, son bon cheval courant” 11 . 

Vaillantif fué en todo momento la parte principal 
de don Roldán. 

“Une belle enfourchure” era elemento esencial pa- 
ra la bizarría del héroe. 

El caballo fué un hermano del héroe. 

Babieca, el de El Cid, acompañó al esforzado Cam- 
peador en todas sus campañas. 

Babieca 12 llegó a reunir tantos méritos, que un día 
El Cid, por serle grato al rey don Alfonso VI, se lo 
quiso regalar. Y en la serie 150 del Canto III del “Poe- 
ma de Mío Cid” figura la respuesta de don Alfonso: 
“Por vos y vuestro caballo 
“muy honrados somos nos ...” 

Los consideraba socios. 

Un día llegó a la Corte de Carlomagno el noble 
Aimón con sus cuatro hijos — Adelardo, Ricardo, Guis- 
cardo y Reinaldo. Carlomagno armó a Aimón duque 
de Dordoña, y caballeros a los cuatro muchachos. Y le 
regaló a Reinaldo el famoso caballo Bayardo. Tiempo 
después, Reinaldo mató a un sobrino del Emperador, y 
debió huir con sus hermanos a refugiarse en Las Arde- 
nas. Acosados por el hambre, un día decidieron matar 
a Bayardo para hacer un asado. Y Bayardo miró a Rei- 
naldo de una manera que era lo mismo que decirle: 

11 La Chanson de Roland. 

12 Babieca era una ant. palabra que quería decir Monumento de 
fiedra. 

Tan poco se respeta la memoria del caballo de El Cid, que hoy se 
les llama babiecas a los idiotas. 


56 



— “iQué estás por hacer, animal!” Reinaldo bajó 
la espada, avergonzado. Pero durante 14 días le hicie- 
ron una sangría diaria a Bayardo, y los cuatro hijos de 
Aimón se alimentaron con su sangre. 

Cuando Ogiero el Danés salió de sus prisiones des- 
pués de siete años, encontró en la carretera a su viejo 
caballo de guerra con una cuerda atada al pescuezo 
arrastrando piedras. Y se abrazaron conmovidos el hé- 
roe sobreseído y el corcel amatungado. 

Había una hermandad. 

Dice Abul-Cassim Mansur Firdusi, en su “Schah 
Nameh”, que el hijo del héroe muerto vuelve un día 
al lugar donde vive el caballo de su padre; le cuenta 
la desgracia. Y el caballo se pone a llorar como loco. 

Y al llegar a la escena IV del último acto de "The 
life and death of king Richard III”, Shakespeare ha me- 
tido ya en un lío tan espantoso al protagonista, que lo 
único que atina éste a gritar es "¡Mi reino por un ca- 
ballo!”. 

Pasó el tiempo, y ¡ecce equus!! ¡He ahi el caballo! 
Después de una historia de tal manera gloriosa, ha ve- 
nido a dar en que si llega tercero lo insultan los que le 
jugaron; y si llega primero lo insultan los que le habían 
jugado al que llegó tercero. 

Decididamente, el tipo podrá tener muchos amigos 
caballos, pero no merece tener ningún caballo amigo. 


57 




LAS VECES EN QUE EL TIPO 
“SE QUEDA HELADO” 


S uele llegar un día en que las cosas empiezan a rodar 
mejor. 

Cuando el tipo —modesto— se acomoda en la vida 
dice: —Las cosas me ruedan bien. . . 

Habla como si llevara un barril a patadas. 

—Ahora que las cosas te ruedan bien, podríamos 
aprovechar a comprar una heladera eléctrica. Se hace 
un gasto una vez, pero después es un ahorro ¡ porque 
todo dura más. 

Hasta entonces no habían tenido heladera eléctri- 
ca. Ni de las otras tampoco, claro. 

Ponían el hielo en un tachito: de un lado la bo- 
tella de leche, del otro lado el sifón. Arriba, la manteca. 
Se habían venido arreglando así. 

Lo malo es que el tipo siempre le encuentre arre- 
glo a todo. De pronto se le pierde el pasadorcito de 
cuero al cinturón, él le pone una goma y ya le queda 
el cinturón con la goma para toda la vida. 

Las cosas no debieran tener arreglo, porque todo 
lo que tiene arreglo siempre está remendado. Un alam- 


59 



bre, un alfiler' de gancho, un taquito, una cufia, un 
parche, una soldadura, una mentira... — Total , asi 
puede tirar un poco más . . . 

Sin embargo, la heladera eléctrica había llegado a 
crearle un estado obsesivo a la patrona: 

—Además, se pueden hacer helados en casa. El 
Pocho no tendría que andarlos comiendo por ahí. Con 
una heladera en casa , se sabría lo que se le da. 

Un día, el tipo cerró trato; y al volver del centro 

dijo: 

—¿A que no adivinás una cosal 

—¿Qué cosa? 

—No. A que no adivinás, te digo. 

—¡Andá! ¡No seas así! ¿Qué. . .? 

—¡Mañana traen la heladera! 

—¡Ay, qué regio! ¿De mañana o de tarde? ■ 

—La hora no dijeron. 

La llevaron de tarde. 

El tipo —de licencia— estaba solo en la casa. La 
muchacha había ido a buscar al Pocho a la escuela, y 
la patrona a hacerse reformar un sombrero. 

Tocaron el timbre, y él fué a abrir. Cuando abrió, 
se encontró con tres de overol que tenían la heladera 
en el medio. Los hizo entrar. 

—La vamos a poner allá, ¿ven? 

El sitio ya estaba elegido. 

Él iba adelante, sacando cosas para abrirles paso. 

Finalmente, la heladera quedó ubicada. Firmó la 
boleta, dió la propina, los hombres de overol se fueron. 

Él volvió de la puerta frotándose las manos. Le ha- 
bía preguntado a uno de los acarreadores: 


60 



— Dígame una cosa: la luz , adentro, ¿siempre que- 
da prendida? 

—No. Cuando se cierra la puerta, se apaga. 

—Ah, mire qué bien. 

Ahora, estaba solo frente a la heladera. La envol- 
vió en una mirada acogedora, intensa, abarcante. La 
tocó, como para ir agarrándole confianza. Pasó el dedo 
por la manija cromada, y luego, decidido, la empuñó. 

Súbitamente recordó el asunto de la luz. Abrió. 
La luz estaba encendida. 

—Sí, claro, el hombre dijo que al abrirla, la luz se 
prendía. . . 

Y quiso comprobar si, en efecto, al cerrarla, se apa- 
gaba. 

Empezó a cerrar despacito. Dejó una hendijita di- 
minutísima. La luz seguía. Cerró del todo. 

—Ahora ¿cómo estará ? 

Volvió a abrir. Despacito. Una hendijita. 

jPor la hendijita se veía la luzl 

—¡Cómo! ¡está prendida! 

El tipo discutía consigo mismo: —El hombre dijo 
que al cerrar, se apagaba. —Sí, bueno, al cerrar se apa- 
gará, pero es que yo ahora la abro apenas . . . 

Cuando Protágoras dijo que el tipo es la medida 
de todas las cosas, se olvidó de dejar dicho quién lo mi- 
de a él. 

El tipo siempre se cree con la suficiente habilidad 
como para modificar la marcha del Universo. No ad- 
mite que pueda tener las cosas adelante, yéndoseles; ni 
atrás, siguiéndolo. Cree que las tiene alrededor. Y que 
el que está en el medio es él. Por eso es que la mejor 
acepción que se le halló a la palabra cementerio sigue 


61 



siendo la de que “es el lugar donde están todos los que 
creían que sin ellos el mundo no iba a poder seguir”. 

Llegaron juntas: la señora, de la sombrerera; la 
muchacha, con el Pocho. 

A la señora le extrañó no encontrar al tipo donde 
lo había dejado, leyendo. Pero de pronto la muchacha 
gritó: 

—¡Trajeron la heladera! 

Corrieron, la señora y el Pocho, gritando, asimis- 
mo, al unísono: 

—¡Trajeron la heladera! 

Formaban un montón, en el suelo, los estantes des- 
montables. Nadie se fijó en ellos. 

—¡Es brutal! 

—¡Ay, qué amorosa! 

El Pocho se colgó de la manija y la abrió. 

Adentro, arrollado, tiritando, azulado: el tipo. 

Había querido comprobar por sí mismo si cuando 
la heladera estaba cerrada la luz se apagaba o no. 

De lo cual se obtiene la siguiente conclusión: el 
tipo siempre debe creer en lo que le dicen los demás, 
porque cada vez que quiere cerciorarse dfe algo por sus 
propios ojos, queda helado. 


62 



DEFENSA DEL PIE 


A ntes, cuando el tipo caminaba con los pies mojados, 

dejaba cuatro marcas en forma de milanesa. Hoy 
deja dos marcas en forma de riñón. 

A partir de esa diferencia empezó a desarrollarse 
la condición humana. 

Hace apenas unos cuantos miles de años. 

En aquella época se podía andar tranquilo, toda- 
vía, por la China. Resplandecía el sol en los cielos ami- 
gos y vitalizaba los bosques amigos, dentro de los que, 
excepción hecha a la hora de comer, eran amigos todos. 

A la hora de comer, el smilodón, tigre de dientes 
de sable, iba a buscar monos. 

Pero los monos corrían y se subían a los árboles, 
que, además de darles albergue protector, les propor- 
cionaban, con sus frutos, alimento. 

Pero al final del período terciario Europa empezó 
a moverse 1 . 

A quien hubiese podido mirar de arriba, el movi- 
miento le habría parecido lo que hoy el de una rata 
corriendo debajo de una alfombra. 

i Desde esa fecha, ya rara vez se quedó quieta. 


63 



Fué el movimiento geológico llamado “Alpino”- 
Las principales cordilleras del planeta están en la zona 
de influencia de aquel pliegue; arruga tremenda, que 
de pronto avanzó hacia el Este y formó el Himalaya. 

Inmediatamente el descenso de la temperatura ca- 
racterizó una era glacial. Murieron los árboles y caye- 
ron —porque los árboles mueren de pie sólo en las cir- 
cunstancias en que al tipo le ocurre lo mismo: cuando 
se van secando. Y así las cosas, los monos no tuvieron 
ya ni albergue, ni protección, ni alimento a su alcance. 

Y emigraron al Sur. Huyendo del tigre y en busca de 
bellotas. Pero en el Sur estaba ahora el biombo mons- 
truoso que les impedía el paso: el Himalaya. Dice 
Staub que el Himalaya recién hecho tenía 600 kilóme- 
tros de espesor. Hoy tiene 150. Y si hoy, con 150, le 
opone dificultades al tipo que lo cruza en avión, resulta 
fácil imaginar las que les opondría cuando tenía 600, a 
los monos, que intentaron cruzarlo a mano. Muchos mu- 
rieron en la aventura. Otros quedaron. Pero estaba la 
fiera al acecho. El mono se halló, con la falta de árbo- 
les, sin la regalía del fruto y sin el recurso de la rama. 

Y entonces, para ver hasta más lejos, con lo que se faci- 
litaba la búsqueda de alimentos y mejor afinaba sus 
alertas ante la siempre posible aparición del enemigo 
más fuerte, se paró. 

Ahí fué cuando el pulgar de las manos de atrás, 
que era oponible al resto de los dedos —como el que se 
mantuvo dispuesto de tal modo hasta ahora en las ma- 
nos de adelante—, al especializarse las extremidades pos- 
teriores en la función de sostén, se le enderezó. Y eso le 
permitió al semi-tipo caminar con la planta. Luego, 
para amortiguar el choque del nuevo paso contra el sue- 


64 



lo, la planta se arqueó y quedó modificada la figura de 
la huella. 

El día que el tipo dejó sólo dos marcas en forma 
de riñón, fué el de la inauguración del pie sobre la 
tierra. 

Desde entonces el pie vino constituyendo una de 
las herramientas más importantes- 

Hubo guerreros —los basutos del Africa del Sur, 
los nauras de Nueva Granada, los sioux de Hollywood— 
que les comían el corazón a los enemigos cautivos para 
adquirir su bravura en el ataque. Pero otros guerreros 
más evolucionados —los theddoras y los ngarigos del 
sudeste de Australia— les comían los pies, para adqui- 
rir su velocidad en la retirada. 

Jenofonte dijo “Hairetoteron esti machomenous 
apotheneskein é pheugountas sothenai” 2 , pero posterior- 
mente Menandro sugirió “Aner o eyfon kai palin” 3 . De 
la misma manera que cuando Petrarca sostuvo que “un 
bel morir tuta la vita onora”, apareció quien lo hizo 
acordar de que “un bel fuggir salva la vita ancora. . .” 

Los pies han constituido siempre una fuente de re- 
cursos. 

Su dolor figuró entre las más altas ofrendas propi- 
ciatorias. 

En las nudipedalias —pies desnudos— salían des- 
calzas las matronas procesionantes de la Roma antigua 
invocando a Júpiter para que hiciera llover. 

Cuando los celtas iban a llorar sobre las tumbas 
de sus héroes, iban descalzos. Y al llegar, mataban dos 
pájaros de un tiro: lloraban por los héroes y por los pies. 

2 "Es preferible morir combatiendo que salvarse fugando”. 

3 “El que huye, puede volver”. 


65 



Los papas acostumbraban a ponerle con los pies 
las coronas a los reyes 4 . 

Y así como hay una quiromancia —arte de adivinar 
el porvenir por las líneas de la mano— y una me topo- 
manda —por las arrugas de la cara— y una glosomancia 
—por las rayas de la lengua— y una pelvimancia —por la 
manera de caminar—, hay una podomancia, o sea un 
arte de adivinar el porvenir por la forma de los pies- 
De este arte podrían obtenerse dos nuevos refranes: 
dime cómo caminas y te diré adonde vas , y dime cómo 
te paras y te diré qué esperas. 

El pie es una cuestión fundamental. 

Si al tipo “no le dan pie”, fracasa; si “no hace pie” 
se ahoga; si “queda de a pie”, chilla. 

Es en nombre de tales considerandos —y de cuán- 
tos podrían aún formularse— que los vendedores de za- 
patos debieran poner cierta ternura en el cumplimiento 
de su misión. 

El tipo que se ha comprado zapatos sale de la za- 
patería con ese paso característico de caminar dentro de 
un bote. Y es porque para el vendedor —que mira al 
cliente desde abajo, montado en la culata del banqui- 
to— los zapatos siempre quedan bien. 

El cliente se agacha, señala y dice, tímidamente: 

—El dedo me toca acá. 

El vendedor, sonriendo, arguye, seguro: 

—No se preocupe, porque eso cede . . . 

4 Jerónimo Blancas —“Coronaciones de los Serenísimos Reyes de Ara- 
gón*'— no cree mucho en esta versión sostenida por muchos historiadores. 
Pero admite que don Pedro II de Aragón, El Católico, cuando iba a ser 
coronado por el Papa Clemente III —el 3 de noviembre de 1204—, llevó una 
corona hecha de pan cenceño para que “siquiera por reverencia a la ma- 
teria de que estaba formada se la hubiese de poner con las manos". 


66 



¿Es que no recuerda que el que tiene que hacerlo 
ceder es el tipo? |Y caminando! 

Por eso es que a la media cuadra de haber salido 
de la zapatería el tipo ya anda eligiendo las baldosas 
menos rotas para pisar. Y no bien pisa, levanta el pie 
en seguida, como si estuviera bailando El Espectro de 
la Rosa. 

Una vez en que el vendedor, denodado y jadeante, 
empujaba la capellada para atrás con la mano y el ta- 
lón para abajo con el calzador, el cliente —casualmente 
sin complejos— le dijo: 

—No se gaste haciendo fuerza, porque es inútil- 
Adentro de esos zapatos no serían capaces de ponerme 
ni los Reyes Magos, que son especialistas . . . 


67 




LA PETICIDAD HUMANA 


t^l único ser a quien le preocupa su tamaño es el 
1 tipo. Según el cálculo difundido por Julián Húxley, 
tres pulgas adultas no alcanzan a pesar un miligramo l . 
Y una ballena pesa cien toneladas. Ni la ballena, ni 
las pulgas se hacen mala sangre por eso. 

En un laboratorio marítimo de Nápoles se han ais- 
lado —y se las observa desde hace 50 años— dos ané- 
monas de mar. Están viejas, ya, y decrépitas. Sus ten- 
táculos se mueven torpemente, a causa de la progresiva 
atrofia senil. Sin embargo, siguen creciendo 2 . 

Las sequoias de California tienen más de mil años, 
pesan mil toneladas, y siguen creciendo. 

¿Por qué ellos siguen creciendo y el tipo no? 

Una sequoia es un cuadrillón de veces más grande 
que un virus filtrable. 

Una ballena mayor de edad es 10 21 veces más gran- 
de que un microbio. 

¿Por qué? 

Los sabios no han llegado a precisar con exactitud 
las causas de tales diferencias de tamaño. El tiburón y 

1 "El hombre está solo". 

2 R. YV. Gerard, "Células incansables". 

69 



el bagre, la muía y el mono, el pato y el ciervo, la hor- 
miga y el avestruz, la comadreja y el león, el toro y la 
cucaracha, la lombriz y el elefante. 

Y el tipo. 

Dice Eddington en “Estrellas y átomos”, justamen- 
te, que el tipo está a mitad de camino entre el átomo y 
la estrella. 

Pero ¿por qué? 

Diríase que la limitación del crecimiento es debida 
al medio. No al medio exterior, sino al “milieu inte- 
rieur”. El organismo del animal es el medio ambiente 
de sus células. Es ese medio interno el que lo frenaría 3 4 . 

A unos más que a otros, porque de un lado están 
los rinocerontes, las jirafas, los Gary Cooper. Y de otro 
lado están los ratones, las zarigüeyas, los Míckey Roo- 
ney *. 

Sólo el petiso humano, empero, es presa del popu- 
lar complejo de inferioridad. Y es cuando trata de su- 
perarlo que camina sacando pecho y se hace tocar el 
bíceps y desafía a pulsear a los grandotes. 

El petiso sufre su tamaño como si lo estuviesen 
apretando desde arriba contra el suelo. 

Sin embargo, el 17 de noviembre de 1494 hizo su 
entrada victoriosa en Florencia Carlos VIII, Valois, rey 
de Francia, hijo de Luis XI. Montado en su caballo 
blanco, con armadura de oro engastada de perlas, la 
lanza en ristre, precedido de 800 lanceros vestidos de 
terciopelo y plata, dejó a los florentinos estupefactos. 

Y cuando bajó del caballo, porque quiso visitar el 

3 Ibid - 

4 Se ha revelado que cuando Mickey Rooney desposó a Ava Gard- 
ner, el cura lo paró a él sobre una silla, porque dijo que tenía que ver lo 
que casaba. 


70 



Duomo —Santa María del Fiore— , tenía 1,57 de esta- 
tura. Al verlo tan chico, el público quedó un momento 
sin saber qué hacer. Pero en seguida, reaccionando, lo 
aplaudió. 

Si cuando estaba a caballo no lo aplaudieron, y lo 
aplaudieron cuando fué visto de a pie, lo que en reali- 
dad le aplaudieron era la petisez- 

Magüer su 1,57, Carlos se casó con Ana de Bre- 
teaña, que era preciosa, y según Luis XI, “la mujer me- 
nos loca de Francia”. Y aun habría de ser la primera 
reina francesa que se pusiera luto por la muerte del ma- 
rido. 

Todos los petisos tienden a agacharse cuando van 
por la vereda y tienen que pasarle debajo a un tol- 
do. Quedaría desolado el petiso si comprobara que los 
flecos de cualquier toldo están siempre a medio metro 
por encima de su cabeza. 

Y bien: el 7 de abril de 1498, vísperas de la Pascua 
Florida, encontrándose Carlos con la reina Ana de Ara- 
boise, atravesaban ambos la estrecha Galerie Hacque- 
lebac para asistir a un partido de pelota que iba a ju- 
garse en los fosos del castillo, cuando el rey. . . ¡pegó 
con la frentel —es lo más grato que puede ocurrirle a 
un petiso— en el dintel de una puerta. Y se mató. 

De manera que el tipo: a) desposó a la mujer me- 
nos loca de Francia; b) invadió Italia sin mayores con- 
tratiempos; c) cuando él murió, la mujer se puso luto; 
d) se dió el lujo de pegar con la frente en el marco su- 
perior de una puerta. 

El petiso siempre termina saliéndose con la suya en 
todo. 

La gente ve al grandote, y se aparta. Pero al pe- 

71 



tiso le quieren sacar el taxi, lo quieren exilar de la cola 
a codazos, lo pisan en la calle, lo ahogan en la aglome- 
ración, lo empujan en el pasillo. Tiene que pelear des- 
de que nace hasta que muere. De ahí que su coraje, 
empleado cotidianamente, le permita difundir una fama 
de guapo. Además, él, para facilitarse la tarea, se hace 
compadre: de ese modo, impresiona anticipadamente 
con su traza. Se prepara el ambiente. 

El petiso vive superando su complejo de inferio- 
ridad. 

Después de todo, fué la constante superación de 
complejos de inferioridad — háyanla ensayado chupazó- 
calos o chupatechos— lo que vino formando la Historia. 

Si Napoleón I hubiese medido 1,75, se habría re- 
tirado como capitán de artillería. 

La petisez nunca fué un estigma 5 . Ni un impedi- 
mento para la bravura: 

Aula —Martillo del Mundo y Azote de Dios— si- 
gue influyendo con su ejemplo a través del torbellino de 
los siglos. Sin embargo, era tan petiso, que cuando se le 
enfriaban los pies se ponía la bufanda. Hoy le habría 
quedado larga la onda corta. 

El petiso es ornamental: cuando Velázquez pintó 
“Las Meninas”, no puso en primer plano ni a Felipe IV, 
ni a la reina, ni a la infanta Margarita. Puso en pri- 
mer plano, antes bien, al enano don Nicolás de Pertu- 
sato —ayuda de cámara del rey—, que es el que figura 
en el cuadro a la izquierda, pisando al perro. 

El rendimiento histórico del petiso es evidente y 
tremendo. 

¿Qué razón hay, entonces, para admitir una minus- 

5 Frase pronunciada por Paquilo Busto. 


72 



valía de la petisez? ¿Por qué el petiso, que siempre pu- 
do llegar a tanto, se gasta el cerebro en inventarse una 
calidad que las más viejas tradiciones ya proclaman? 

Cuentan que una vez David Lloyd George —pri- 
mer ministro de Jorge el V en la primera de las últimas 
grandes guerras—, al decirle alguien: —“¡Qué bajito 
es usted!”, se resintió y repuso: —“¡A los hombres se 
les mide del mentón para arriba!” 

Pero —honradamente hablando— al tipo lo miden 
del mentón para arriba sólo cuando se va a comprar 
careta. 

Otros petisos dicen: —“La esencia viene en frascos 
chicos”. La esencia viene en frasco chicos cuando es 
poca. 

Merced al descanso, los discos cartilaginosos que 
separan una vértebra de otra se esponjan y hacen que 
todo petiso, de mañana, al lévantarse, sea un poco más 
alto que de noche cuando se acostó. Pero al rato, con el 
peso, los discos intervertebrales vuelven a aplastarse, y 
el petiso recobra su estatura normal. 

No hay nada que hacer con la petisura congénita. 

Hébert Mac Lean Evans fué quien descubrió la 
influencia de la secreción del lóbulo anterior de la hi- 
pófisis en el crecimiento. Es desde entonces que se habla 
de una “hormona del crecimiento”. Se han hecho espe- 
rimentos inyectando eso. 

Menos mal que no eligieron petisos humanos para 
las pruebas. 

En efecto: Evans ensayó con perros “Daschunds” 
otros, optaron por ratas. 

Los resultados —con vistas a lo que se podría lo- 

0 Salchicha. 


73 



grar con el homúnculo— fueron atroces. De pesadilla. 
A los perros basset se les alargó el cuerpo, se les agran- 
dó el cráneo acromegálicamente. ipero las patas les que- 
daron cortas como antes! 

En cuanto a las experiencias con ratas, Freud y sus 
colaboradores sostuvieron siempre que para conocer los 
efectos del extracto del crecimiento inyectado, en vez del 
peso del cuerpo, debe usarse como “test” el alargamien- 
to de la cola, reputándose este criterio, por específico, 
más seguro para establecer la acción del excitante. 

El petiso es más manuable, se estaciona en poco 
sitio, necesita menos género, con sólo sentarse en el dic- 
cionario llega perfectamente a la máquina de escribir o 
al plato. Entonces, jcon qué ventaja correría el riesgo de 
quedar cabezón y coludo! 


74 



LA MUCHACHA NO TIENE LA CULPA 


C uando era niño, unos malvados le operaron la cara, 
distendiéndosela para siempre en una perpetua risa 
estúpida 1 - El propio Víctor Hugo se encargó de expli- 
car, prolija y dramáticamente, la fealdad de su perso- 
naje. Era más feo que diez negros llorando. Los esfuer- 
zos en que a veces se empeñaba para ponerse serio sólo 
culminaban en un gesto de japonés destapando la 
bombilla. 

Era el hombre que reía. Incesantemente. No hubo 
desgracia más seria en este mundo que la de quien 
siempre ríe. 

Un día, por cierto mensaje hallado dentro de una 
botella que el mar arrojó a la costa, el tipo se enteró 
de que era nada menos que lord Fermín Chancharlie: 
marqués, barón y par del reino. Y al lanzarse a la vida 
que su condición le puso desde ahí por delante, atrajo 
—él, el monstruo— la atención de la duquesa Josiana. 
Josiana le confesó la atracción que sobre ella había ejer- 
cido. Y lo invitó a ir a la casa. 

¿No vale la pena, entonces, ser lindo? 

1 Cirugía antiestética. 


75 



Se ha dicho que no es lindo lo que es lindo, sino 
lo que gusta. El placer estético provendría, así las cosas, 
de una sintonización del sujeto que gusta con el objeto 
gustado 2 . Se siente agrado ante una cosa cuando su 
aceptación no demanda esfuerzo alguno. Por eso hay 
cuadros clásicos cómodos como zapatos viejos.. 

Pero una cosa es un cuadro clásico y otra cosa es 
el Fantasma de la Opera. 

El glamour, el it, el uff, el sex appeal, la sandun- 
ga, el esprit, como expresiones íntimas que trascienden 
a la forma de fuera, podrían explicar, apoyando esa 
teoría de la sintonización, la atracción ejercida por algo 
que no obstante, una belleza convencional, oficial, canó- 
nica. 

¿Pero es posible hallar sex appeal en la mujer bar- 
buda del circo o en el jorobado de Notre Dame? 

¿O en el lenguado? 

El lenguado y el caviar son manjares del tipo ex- 
quisito, y sin embargo ál tipo exquisito le gusta la mesa 
bien presentada: cristalería de Saint-Louis, porcelana 
de Limoges, platería de Cristophle, mantelería belga. Es 
para el tipo exquisito que se inventó adornar la máyo- 
nesa con zanahoria y ponerle un forrito de papel con 
flecos al huevo de la supreme. Y calcar los huevos 
pochés para que sean todos iguales sobre el arroz a la 
cubana. 

2 Oponiéndose al formalismo de Kant, Johann voi\ Hérder — “Me* 
takritit zur Kritik der reinen Vernunft"— anticipó, en materia de psicología 
del goce estético, la teoría de la proyección sentimental de los románticos. 
Decía que “toda belleza es expresiva. Sólo llamamos bella a una forma 
cuando se hace para nosotros expresión de vida interior, no por lo que es 
como pura forma externa. Es esa vida interna la que sentimos en la forma 
misma". 


16 



El tipo exquisito dice que las cosas “entran por los 
ojos”. Pero si las cosas entran por los ojos, ¿qué atrac- 
ción puede ejercer el lenguado que tiene la boca de arri- 
ba a abajo como ojales de pechera y mira de un solo 
lado de la cara? ¡Cómo puede preferir el tipo el caviar 
de Achuyev con su aspecto de resaca para plantas al 
saludable tomate gordinflón con el suyo de cuadril ve- 
getal! 

Dijo una vez Mauricio Maeterlinck: “esta planta 
es un monstruo; cubierta de forúnculos, se alarga loca 
e inverosímilmente como una cinta ensortijada del color 
de cadáver de ahogado”. Se refería a la orquídea. 

¿Es que no saldría perdiendo la orquídea, arbitra- 
ria y desgreñada, ante el jurado imparcial que la com- 
parase con la dalia majestuosa, con el clavel exasperado, 
con la magnolia exasperante, con la madreselva gaucha, 
con la gala de Francia, el lirio azul? 

Pero es la orquídea la flor más cara s . 

Otro tanto ocurre con los perros. No obstante la 
fiereza del mastín, la proceridad de San Bernardo, el 
continente del gran dogo, la simpatía del fox terrier, la 
bonhomía del salchicha, el señorío del lebrel ¡festejan 
al perro pekinés! 

El pekinés es un perro enano y neurasténico. Di- 
ríase, incluso, que tuviera el hocico apretado contra un 
vidrio. f 

Pero todos se paran a mirarlo: —“¡Qué amoroso!” 

Hay aves de altanería como el águila, de prosapia 
ilustre como la grulla, de aspecto distinguido como la 
garza, de apostura imponente como el cóndor, de des- 


* Y una orquídea dentro de su cajita de celofán, ¿no parece un 
cangrejo en un cuarto de baño? 


77 



garbada sí que insólita gracia como el albatros. |Y el 
tipo eligió a la cigüeña para que lo trajera! 

Pese a los adelantos de la genética, cuando uno de- 
ja de creer en la cigüeña, ya no entiende más nada. 

Empero, ¿por qué la eligió el tipo para debutar co- 
mo pasajero? 

La cigüeña es una de las aves más crueles y de- 
predadores que se conocen. Come de todo. La cigüeña 
más sobria es presa de tentación desesperada ante un 
pajarito, una lagartija, una culebra. Y cuando, tentada 
por la culebra, la lagartija o el pajarito, baja la cigüeña 
a atraparlos, y en vez de dejar al niño en la casa de 
donde lo encargaron lo deja en la primera que encuen- 
tra a tiro . . . mandan a la muchacha al Buen Pastor. . . . 


78 



EL TIPO Y LA MÁQUINA 


A ntes el tipo escribía con una pluma de ganso, y 
era muy fácil que le saliera “La Divina Comedia”. 
Hoy escribe a máquina, y es muy difícil que no le salga 
una gansada. 

Las cosas hechas a máquina son todas iguales: y el 
encanto que antes tuvieran consistía, precisamente, en 
la particularidad —defecto o virtud— que las diferen- 
ciaba. 

Es un gran consuelo el de poder contemplar las co- 
sas que todavía nacen, porque no hay ninguna, de entre 
ellas, que sea igual a otra. Una hoja de ombú es distinta 
de una hoja de encina, y nunca han existido ni un ombú 
ni una encina en los que hubiese dos hojas idénticas. 

Pueden ser fácilmente individualizadas cada bana- 
na del mismo cacho y cada pollito de la misma nidada. 

La primera fábrica de gallinas —o de bananas— 
que se instale, será un nuevo hito en el camino por el 
que se va al desencanto. 

La máquina filtra la acción del tipo sobre el mun- 
do. Apenas deja trascender un espectro de su cualidad. 
Como el prisma descuartiza la luz que lo atraviesa, la 
máquina descuartiza al tipo que la emplea. Y es más 


79 



grave, por su proyección y en su significado, el sentido 
figurado que el sentido lato de ese descuartizamiento, 
porque cuando la máquina le agarra una mano, el tipo, 
por lo menos, cobra el seguro. Empero, es al sustituirlo 
en la faena, al afectar, descarnándola de poesía y ter- 
nura, la gracia de una creación, cómo la máquina mu- 
tila, realmente, la presencia del tipo en su obra. La má- 
quina cuela al tipo. Suplantándolo en la aplicación de 
su aptitud, en la resolución de su inspiración, en el des- 
arrollo de su pensamiento, en la maduración de su ten- 
tativa, deja apenas una borra de quien la maneja en lo 
que de ella sale. 

El tipo no está dentro de nada de cuanto lo rodea. 
Tira, apenas, su pensamiento como una tangente contra 
el borde de las cosas, en vez de metérseles adentro y cir- 
cularlas como una sangre. De esa manera, lejos de hu- 
manizar a las cosas, se va clasificando él cada día más. 

No está en lo suyo, ni está en sí mismo. 

Sabe mucho más de lo que es capaz de compren- 
der, por lo cual, si bien se mira, constituye un caso es- 
pecial de inflación; el tipo es una inflación unitaria y 
portátil. Le llama “solucionar” un problema a sustituir- 
lo con otro. Lo único que pudo aprender hasta ahora 
fué a sacar un clavo con otro clavo más grande. Cada 
vez que quiso sacarlo con la tenaza, dejó un agujero. 

Por falta de unidad espiritual carece de la aptitud 
necesaria para realizar sus vocaciones. Y vive un pro- 
yecto de sí mismo. Resuelve el resentimiento causado 
por la frustración en un desdén compensatorio —apara- 
toso, inexpugnable—, pese al cual necesita disfrazarse 
de espantapájaros para que no le coman los tomates. 

Tiene miedo de dudar y tiene vergüenza de creer. 


SO 



Sin embargo, en su distante alma hay un tesoro 
cuya posesión le haría burlarse de aquellos otros que 
todavía calientan su codicia y su impaciencia. Un teso- 
ro al alcance de sus manos inutilizadas agarrando el 
aire, a través del camino en el que va quedando acuñada 
la débil huella irresoluta. En el que van cayendo que- 
jas por no poder conseguir lo que falta o por no poder 
aprovechar lo que sobra. Mudo testigo —el camino sin 
indicadores— de un reconcentrado egoísmo —inútil, 
porque todo pasa— y de aquella vieja cobardía —tam- 
bién inútil, porque todo queda. . . 


SI 




EL DEDO AMENAZADO 


C uando el tipo hace algo —paga un café, invita a 
cenar, consigue cigarrillos de a bordo—, lo echa 
en cara a cada rato; pero si el que hizo algo fué el otro, 
el tipo se encoge de hombros y le desinfla el mérito con 
el clásico “¡Bahl” 

Por eso Hesiodo, en su “Teogonia”, y Esquilo en 
“Prometeo Encadenado”, incurren —hablando mal y 
pronto— en la desfachatez de sostener que la actual 
posibilidad de prender fuego se le debe a Prometeo, que 
se lo fué a robar a los Dioses y trajo unas cuantas chis- 
pas de muestra escondidas en una caña. 

Sin embargo, el vice tipo de la antigüedad tuvo que 
pasarse 25 millones de años picando piedra 1 para darse 
cuenta de que con las chispas que saltaban podía en- 
cender, él mismo y cuando lo deseara, el fuego, que co- 
nocía de vista por el incendio de los árboles a los que 

1 En 1937 el sabio W. C. Pei difundió la noticia de que había encon- 
trado piedras toscamente trabajadas en depósitos del plioceno, en China; 
vale decir, en la época del Sinantropus pekinensis, el primer antecesor para- 
do del tipo. Y las huellas de fuego doméstico sólo se hallaron a fines del 
pleistoceno, época del Hombre de Neanderthal, que vivió 25 millones de 
anos después que el Sinantropus pekinensis y 40.000 años antes que Joe 
Louis. 


83 



el rayo hería, la erupción de los volcanes, la combustión 
espontánea de los vegetales húmedos y el sol. 

Ante su descubrimiento, el antepasado empezó a 
frotar una contra otra todas las cosas que le venían a 
mano, para sacar chispas. Creyó que el fuego estaba 
dentro de los materiales que utilizaba para producirlo. 
El árbol incendiado por el rayo era para él un árbol 
que alardeaba de lanzar fuera sus propias llamas. Y 
friccionaba una madera con otra para hacer el fuego, 
que ya empezaba a necesitar. Pero de repente aquel des- 
venturado borrador del tipo se pasaba horas enteras sin 
ver una chispa, y cuando la chispa surgía podía ocurrir 
aún que se emperrara la yesca húmeda y hubiese que 
empezar de nuevo. 

Esa primitiva dificultad para obtener el fuego por 
fricción dió origen a la costumbre de mantenerlo encen- 
dido, que, andando los años, se hizo rito de muchos 
cultos, como el de Hestia en Delfos y el de Vesta en 
Roma. 

Además de trajinar con maderas, el tipo golpeó pe- 
dernales; y luego extrajo fuego del pedernal respándolo 
con el eslabón. 

Hacía ya 40.000 años que el tipo fregaba cuando 
apareció el fósforo. Fué descubierto casualmente por el 
hamburgués Brandt, medio alquimista, todavía, el cual 
para aislar una presunta substancia que transformaba 
la plata en oro, hizo evaporar orina por destilación a 
fuego fuerte y le quedó en el fondo de la retorta la ma- 
ravilla luminosa, a la que llamó “fuego frío”. 

Ese descubrimiento se concretó, al cabo del tiempo, 
en los fósforos de bolsillo: un progreso emocionante so- 
bre el antepasado que durante 40.000 años debió gol- 


84 



pear pedernales para ganarse su chispa de todos los días. 
Pero de pronto, sorprendentemente —¡insólitamente!—, 
ya disponiendo de fósforos en lindas cajas con gomita, 
lija y retratos de artistas, el tipo, juntando en un solo 
aparato el pedernal, el eslabón y la yesca, ¡inventó el 
encendedor! Es decir, volvió a la fricción. 

De tanto gastárselo en la tentativa infructuosa, ter- 
minará quedando sin pulgar. 

Pulgar no viene de pulga, como suele creerse; vie- 
ne, antes bien, de pollice, ablativo de pollex, de polleo: 
valer. 

Ya en su etimología se destaca la importancia que 
siempre se le concedió. ¡No habría podido ser de otro 
modo! Es el dedo que ayuda al tipo a abrocharse y a 
tratar de darse a entender cuando dice “¿me lleva?”- 

El que desdeñó la llamita segura que el fósforo le 
brindaba para lanzarse a los mismos azares prehistóri- 
cos en que se debatían los postulantes de la chispita 
problemática, agregó un nuevo ejemplo comprobatorio 
de que el tipo entra al porvenir reculando. 


85 




AQUELLO DE LOS CIEGOS Y EL ELEFANTE 

C uando el tipo le pregunta a otro qué le parece una 
cosa, es para que el otro le conteste que le parece 
lo mismo que a él. No bien la opinión que solicita di- 
fiere de la suya, el tipo se aluna. Porque siempre con- 
sidera lindo sólo lo que a él le gusta; bueno, sólo lo que 
a él le conviene; justo, sólo lo que a él le favorece. 

Y de tal manera, que la ajena opinión contraria 
—aun cuando él la hubiese pedido— jamás le sirve para 
ilustrar la suya propia, porque la mínima concesión que 
tuviera que hacerle a las razones del prójimo, debería 
hacérsela a expensas de lo que él ya consideraba decisi- 
vo, indiscutible, terminado. 

Si pregunta cómo le queda el traje nuevo, es para 
que le digan que le queda “pintado”. Rechaza cualquier 
objeción. Y defiende, ardorosamente, en todo caso, su 
predilección por la sisa apretada, o aun por el fatal 
globito en la espalda, debajo del cuello. 

No aprovecha nunca la apreciación ajena para 
completar o confirmar el propio criterio; al contrario, la 
niega airado, por considerarla perturbadora o irres- 
petuosa. 


87 



Por eso fué que Hégel debió reconocer que lo único 
que enseña la Historia es que nunca nadie aprendió 
nada. 

Y hasta él mismo — alemanote caprichoso— con- 
firmaba, con su caso, la necesaria verdad de lo anterior 
al decir, en otra ocasión ‘‘si los hechos están contra mí, 
peor para ellos. . . ” 

Cuando el tipo está bien ubicado en el balcón pa- 
ra ver el desfile y quiere que el cuñado lo vea como lo 
ve él, con dejarle su sitio, basta: — “Vení. Pónete acá”. 
El cuñado se pone y ve el desfile desde el mismo ángu- 
lo y, desde luego, con la misma amplitud y los mis- 
mos detalles que el tipo lo viera. 

Pero es imposible ceder esa posición en la intimi- 
dad vital. En la dramática mismidad del verdadero 
mundo. 

El punto de vista interior de cada uno es absolu- 
tamente intransferible. Nunca podrá el tipo, por consi- 
guiente, tener una visión más o menos completa de la 
realidad, porque no es capaz de integrar su menguada 
visión personal con las distintas visiones personales de 
los otros. 

Carece de sentido el sostener que se está de acuer- 
do o que no se está de acuerdo, porque todo consiste en 
un problema de ver o de no ver. 

Y como cada uno mira desde un lugar distinto, y 
como ese lugar —situado en las espesuras del ser— no 
puede cedérsele a otro, como el que el tipo le cediera al 
cuñado en el balcón, habría que atender siempre el tes- 
timonio de la percepción ajena. 

De esa manera, y como aquel viejo rey que nece- 
sitaba el otro pedazo de la moneda rota para saber el 


88 



secreto de la suerte, podría el tipo ir acercándose al sitio 
en que mereciera saber, a su vez, el secreto de la suya. 

Decía Róbert Brówning, el poeta de “The Ring 
and the Book”, uno de los poemas más extensos escritos 
en inglés, que toda la sabiduría del mundo podría sin- 
tetizarse en el viejo cuento oriental de los cuatro ciegos 
que se reunieron en torno a un elefante: uno de ellos le 
rodeó una pata con los brazos y dijo que el elefante era 
un árbol; otro se le recostó, y dijo que el elefante era 
una pared; el tercero lo tomó de la trompa y opinó que 
el elefante era una cuerda; y el otro, asiéndosele de un 
colmillo, sostuvo la doctrina de que el elefante era idén- 
tico a una caña de pescar. 

Sin embargo, más allá de la percepción de los cua- 
tro ciegos, se alzaba, imponente y entera, toda la vieja 
verdad del elefante . . . 


89 




HORMIGA, AGRICULTURA, FLIRT, 
MATRIMONIO 


l principio fué la promiscuidad de los clanes prehis- 
tóricos en los que cada mujer pertenecía a todos los 
hombres. Vestigios de esa promiscuidad se hallan en el 
hecho de que ciertos aborígenes de Las Marquesas com- 
partan su mujer con quienes les ayuden en el trabajo. 
Y se hallaron en el de que los esquimales ofrecieran la 
suya al forastero, para halagarlo. 

Eco, asimismo, de ese concepto —opuesto a la no- 
velería, hoy bastante en boga, de que cada mujer debe 
pertenecer a un solo hombre— lo fué la entrega obliga- 
toria de las jóvenes de Babilonia que, antes de casarse, 
debían esperar en el templo de Milita —la Venus Asi- 
ria— a que cualquier extranjero las eligiera como aman, 
tes ocasionales. 

Ese hábito — poliandria: mujer de varios maridos— 
se conservó hasta ahora entre ciertos mogoles del Tibet, 
los Todas del Sur de la India, los negros de la costa del 
Malabar y entre muchas otras tribus occidentales. . . 

En el Mahabarata, la monumental epopeya sáns- 
crita, los cinco hermanos Pandava — Yudishtira, Arjuna, 


91 



Keshav, Covinda y Bisma— tenían una sola novia para 
todos: Draaupadi, la bella de los ojos de color de loto *. 

Y se dió el caso de los cuatro hermanos Paredes 
— Eufronio, Bibiliano, Alipio y Juan Inés— que como 
cumplimentaban, ignorando, cada uno, que los otros 
tres también lo hacían, a la misma moza — Domitila 
Carreño— desataron en el pago el comeniario de que 
“tenían una china entre cuatro paredes”. 

Tales, algunas repercusiones de la promiscuidad 
del primitivo. 

Empero, las primeras conquistas del clan errante y 
guerrero esbozaron en el hombre de entonces una rudi- 
mentaria noción de propiedad. Fué modificándose en él 
aquel concepto de la mujer como bien común. Se sintió 
dueño. Y, seguidamente, ocurrió lo contrario de lo que 
hasta allí ocurriera: cayó, el tipo, en la poligamia. 

No fué polígamo por glotón, sino por cómodo 1 2 . 
Tenía necesidad de varias mujeres para que lo ayudaran 
en el trabajo. Aún hoy, en algunos pueblos africanos, 
cuando una esposa se dedica a la agricultura, le es ne- 
cesaria otra, al negro, para que atienda la despensa, otra 
para que ordene los enseres y cada una de las restantes 
para los demás quehaceres de rigor. 

Los indios de *<»s praderas del Far West se casaban 
con todas las cautivas de guerra, porque les resultaban 
útiles para envenenar, estaquear y curtir la corambre. 


1 Yudishtira, el mayor de los Pandavas —según cuenta el Mahaba- 
rata— , jugando a los dados con el rey de los kuru, perdió los cuatro herma- 
nos y perdió a Draaupadi, que era de los cinco. Lo más triste de este 
asunto fué (pie, como se revela en la misma epopeya, el kuru le ganó con 
los dados cargados. 

2 Antes de censurar al polígamo, hay que tener en cuenta que 
muchas mujeres siempre fueron pocas, de la misma manera que una mu- 
jer siempre íué demasiado. 


92 



Inaugurada la poligamia, pues, el hombre dispuso 
de un sinnúmero de mujeres que trabajaban para él co- 
mo esclavas. No fué mejor esta suerte de la sufrida com- 
pañera que la de cuando era tomada inconsultamente 
por el primero que la deseaba. 

Cargando hijos y remolcando muebles, la mujer 
seguía al tosco varón cazador a través de una marcha 
sin rumbo, inacabable y tremenda. Y forzábase por sal- 
varse de la tortura de esa vicisitud, fomentando cual- 
quier posibilidad de vida sedentaria. Todo fué en vano 
hasta que, aleccionada por la hormiga, se le ocurrió 
sembrar ®. Debió alelarse, el hombre, ante los resultados 
de la siembra; pero, también, debió reconocer que ahora 
tenía el sustento ahí, al alcance de la mano. La cosecha, 
fijó el hogar. 

El paso del hombre errante al hombre sedentario 
es el cambio de mayor importancia que se haya registra- 
do hasta hoy en la evolución de la Humanidad *. Se le 
ha llamado a esa etapa la de la inicial domesticación del 
hombre 6 . 

Prestigiada la mujer con su invento, él, por primera 
vez, la respetó, ya que habiéndose cotizado, condicionó, 
ella, sus concesiones. Exigió un “trabajo” de parte de él. 

8 Pudo haber ocurrido que de tanto ver germinar las semillas caídas 
al azar hubiese, la mujer, atinado a sembrarlas ella. Pero pudo haber 
ocurrido, también, que observara a las hormigas y las copiara. 

El 13 de abril de 1861 —dice H. E. Jacob en su obra “Seis mil años 
de pan”—, Charles Darwin leyó en la Sociedad Linneana, de Londres, una 
carta del naturalista norteamericano Cideón Lincecum, en la que habría 
logrado demostrar que las primeras sembradoras fueron las hormigas. 

Así las cosas, todo invita a pensar que la mujer, de tanto verlas entre- 
gadas a su tarea, les siguió el ejemplo. 

Porque con un marido como aquél, ¿qué otra cosa podía hacer la 
mujer, en los ratos libres, que entretenerse mirando hormigas? 

* Pablo Kirsche, en “El Enigma del Matriarcado”. 

6 Gustavo Pittaluga, en “Grandeza y servidumbre de la mujer”. 


9 3 



Y ahí surgió un elemento de galanteo que andando 
los siglos vendría a dar en el “flirt”. 

La mujer con su negativa, sincera o fingida, se ven- 
gaba del compañero que, durante tanto tiempo, la some- 
tiera, despótico, a su albedrío. 

Alejándose cuando trataba de agarrársela, avezó al 
varón en el arte de hacerla acercar para agarrarla 0 - 

De esa faena de conquista, nació la inclinación espi- 
ritual del tipo hacia ella. 

En realidad, el tipo no superó, fundamentalmente, 
el instinto ancestral: disfrazó de Pierrot a la bestia. Eso 
fué todo. 

Pero aquel asedio de la máscara para vencer una 
negativa, debe haber sido el auspicio de la primera cons- 
tancia. La inauguración del sentimiento sobre la tierra. 
De lo que, pasado cierto tiempo, se llamaría amor. 

Luego —claro— vino el matrimonio. 

Se puede decir matrimonio, himeneo , enlace, es- 
ponsales. 

Nada más ilustrativo para el hombre casado —ni 
alertante para el soltero— que el origen de cada una 
de esas palabras. 

Hay muchas leyendas sobre Himeneo, hijo de Apo- 
lo y Terpsícore. La más difundida cuenta que desapa- 
reció el mismo día de su casamiento. En las ceremonias 
de esponsales que siguieron a la suya, se figura que cada 
muchacha encuentra a sq Himeneo. 


6 Este movimiento pendular en la actitud amorosa de la mujer ha 
inspirado a Georg Simmel su “Esencia de la coquetería” en “Cultura Feme- 
nina y otros ensayos”, capítulo al que el amor, como un oscilar entre un 
poseer y un no poseer, llega “resonando en Platón”. 


94 



El tipo siente, dentro, cuando lo casan, el mismo 
desasosiego que el primer Himeneo: la prueba está 
en que no mira más que para adelante. La gente dice 
que es por el cuello duro. Pero es para no tentarse: si 
mirara a los costados y advirtiera un hueco entre los 
padrinos y la concurrencia, volvería a repetirse, muchas 
veces, la leyenda del hijo de Apolo. 

Al tipo le parece que es fácil casarse porque no se 
acuerda de cuando lo casaron. Las flores, la marcha 
nupcial, el ambiente solemne de la iglesia, el latín, ejer- 
cen una acción estupefaciente sobre él; actúan como una 
anestesia. 

Tampoco puede asesorarse observando cómo casan 
a otro, porque, en ese momento, sólo el cura ve la cara 
del novio. 

Los novios, los que revisan el extracto, los pianis- 
tas, los motormen y los que hablan por teléfono en los 
monederos, son los únicos seres humanos que actúan de 
espaldas al público. 

Esponsales, viene del latín spondeos: ofrecer solem- 
nemente; del gregio spendoo: hacer una libación. Di- 
ríase, pues, que el tipo siempre necesitó animarse con 
unas copas para entrar por el aro. 

Enlace, viene, apenas, de enlazar. Hay una vieja 
frase criolla —y alegórica— que describe la culminación 
del acto: “cayó el chivo en el lazo”. 

Y matrimonio, cuya etimología está todavía, muy 
discutida por los eruditos, parece que, en última instan- 
cia, procede de la raíz sánscrita: mri: morir. En muchos 
idiomas salen de la misma raíz matrimonio y marido: 
“mariage”, “marriage”, “maritaggio”. 


95 



Después que se casa, el tipo muere un poco. 

Tiene que dejar un montón de amigos, un montón 
de amigas, un montón de copas, un montón de fichas. 
El casamiento es una cepillada. 

Un marido, es la viruta de un novio. 

Quedan algunos sabios que, remitiéndose a las 
estadísticas dicen que el hombre ¿asado vive más. Otros 
sabios, más modernos, opinan que no es que el casado 
viva más; sólo ocurre que el tiempo le parece más largo. 

El casado inteligente nunca debe decir “en mi casa 
mando yo”. Antes bien, debe hacer ver que está de 
acuerdo con lo que se hace sin consultarlo, para que la 
mujer no le pierda el respeto al creer que puede hacerse 
en la casa lo que a él no le gusta. 

Un marido aspirante a la tranquilidad hogareña 
debe tener, ante todo, imaginación. Inventar sitios en los 
que habría podido estar y en los que no haya teléfono, 
para evitar que pregunten, luego, si estuvo. Los sitios 
posibles se terminan en seguida, porque el mundo es un 
pañuelo 7 . 

Pero eso se soluciona con un poco de fantasía 
creadora. 

El tipo debe adquirir la baquía suficiente como 
para darle a la mujer la alegría de llegar, algunas veces 8 , 
cuando ella todavía no lo esperaba, para hacerla olvidar 
de las veces en que ella esperó en vano a que se levan- 
tara la sesión del directorio. 

Y la mujer debe ser lo suficientemente inteligente 
como para dejar al tipo solo de vez en cuando, a fin de 
que le quede un rato libre para recordarla. 

7 Por eso es que no hace más que sonar. 

* No muchas. 


96 



Si el marido es muy sensato, la mujer se aburre al 
año. Si la mujer es muy sensata, el marido se arre- 
piente a los ocho días. Hay que tener la noción de la 
medida. Por eso, además, el hombre no debe casarse 
nunca con una mujer mucho mayor que él: cuando la 
mujer es mucho mayor que el hombre, a los dos años 
el hombre parece, siempre, mucho mayor que la mujer. 

Y la mujer demasiado joven nunca debe casarse 
con un hombre demasiado viejo porque ha de pensar 
que eso es lo mismo que tocar la Novena Sinfonía de 
Beethoven en un solo de bandoneón. 




CUANDO SE OIGA LA TORTILLA 


H ay en Demografía —parte de la Estadística que se 
definió como “la ciencia que estudia las agrupacio- 
nes sociales analizándolas en sus condiciones de canti- 
dad y continuidad”— una llamada “ley de recupera- 
ción” según la cual, después de una epidemia, de una 
guerra, de un terremoto, la natalidad tiende a aumentar 
durante unos años. 

De manera que, pase lo que pase, cada vez somos 

más. 

Antes de la guerra de 1914, la población del mundo 
era de 1.800.000.000 de habitantes. En 1942 fué calcu- 
lada en 2.216.000.000. A pesar de las guerras, de los 
choques, de los escapes de gas, de los que se agachan 
a ver por qué reventó el cohete, al cabo de 28 años 
la Humanidad aumentó en 416.000.000 de unidades. 

Por otra parte, a medida que va habiendo más 
gente, como no puede dedicarse toda ella a lo mismo, 
se inventan actividades. 

El tipo se adapta al medio, pero no pasivamente, 
sino mediante lo que Cuvillier llamó "adaptación acti- 
va” y “adaptación ofensiva” Desire Roustand. 

Por su parte, el finado Carlos Marx decía que el 


99 



medio exterior no obra tanto en el tipo en una lorma 
mecánica y directa, como despertando en él nuevas 
necesidades. 

Por ese camino vamos a lo que en Ciencias Eco- 
nómicas se denomina “proliferación de la mano de 
obra”. Aumento de oficios y de quienes los ejercen. 

Hay que tener en cuenta también que en todas 
partes se viene superando la llamada “ley de bronce 
del salario”. Los partidarios de la ley de bronce soste- 
nían que cuanto más gana el obrero, más sano vive, 
antes se casa, tiene más hijos y los cría mejor. Los bron- 
cistas argüían que el obrero debe ganar siempre menos 
de lo que necesita, porque de ese modo se casa tarde, 
tiene pocos hijos, nacen, consiguientemente, pocos 
obreros, la mano de obra es más solicitada y el salario 
sube. Para los partidarios de la ley de bronce, pues, sólo 
una familia de muertos de hambre podía lograr cierta 
prosperidad. 

Afortunadamente esa ley no se tiene, ya, en cuenta. 
Los trabajadores ganan más, se pueden casar antes, 
pueden tener muchos hijos, la mano de obra, dentro de 
20 años será abundante y barata. . . 1 . Habrá de todo a 
bajo precio. Cada vez habrá más cosas y el tipo nece- 
sitará ganar más para comprar lo que, aunque cueste 
menos, será más numeroso. Los nuevos artículos siem- 
pre tientan al tipo, sobre todo si son baratos. Pero cues- 
tan más diez cosas baratas que una cosa cara. El tipo 
tendrá que multiplicar sus entradas para tener todo lo 
que va a necesitar, en tanto que la excitación que los es- 

i Como se ve, la doctrina de los que se oponen a la ley de bronce 
del salario daría, en cambio, hijos muertos de hambre de familias prósperas. 


100 



caparates ejerzan sobre él, hará cobrar, a la novelería, 
condición de verdadera necesidad. 

Antes usaban lentes negros sólo los que tenían con- 
juntivitis o deudas. Hoy necesita lentes negros todo el 
mundo. 

Antes, el tipo normal tenía su ropa y, como motivo 
de envanecimiento personal, el reloj de oro con cadena 
y una medalla colgada en el medio, que casi siempre 
había sido del padre. Hoy tiene encendedor, reloj pul- 
sera, sujetacorbata, boquilla con filtro, portafolio, insig- 
nia, estilográfica y agenda. Y debe muñir a su familia 
de licuadora, heladera eléctrica, vitaminas, máquinas de 
coser portátil, combinado, entradas para el cine, máqui- 
na de lavar, queso fresco, revista y pagar en cuotas el 
resto. 

Por eso es que al tipo le viene faltando tiempo para 
ganar lo que le permita adquirir todo eso. 

Va, viene, corre, habla por teléfono, sube, baja, 
manda telegramas y siempre le queda la mitad de las 
cosas por hacer. 

Claro: demora en vestirse, demora en bañarse, de- 
mora en comer. 

Se inventaron las camisas abiertas hasta abajo para 
no seguir despeinándose con las que había que ponerse 
por arriba; pero resulta que ahora el tipo demora diez 
minutos en abrocharse la camisa y cuando se pone el 
pullover se despeina lo mismo. 

Dentro de unos años, en vez de vestirse le conven- 
drá, al tipo, pintarse: dos manos de un ripolín sufrido 
al que se le pueda pasar un trapo húmedo y, listo. 

Bañarse consistirá en tomar una cucharada de algo; 
porque si tomando levadura de cerveza se saca el sal- 


101 



pullído, nada se opone a que pueda sacarse una mancha 
de huevo tomando cualquier otra cosa. 

El problema de la alimentación, empero, es el que, 
aparentemente, está más cerca de su solución definitiva. 

A esta altura debemos enfrentarnos con los reflejos. 

El arco reflejo, cuya primera noción se le debe a 
Descartes, sigue teniendo hoy la misma definición 
—reputada de sorprendente por Gley en su “Fisiolo- 
gía”— que le diera, ya en 1743, Astruc de Montpellier: 
es "una impresión transformada en acción”. 

Cuando al tipo le pinchan una pierna con una ti- 
jera, los nervios sensitivos llevan la impresión a la mé- 
dula, la médula la trasmite al nervio motor y el nervio 
motor retira la pierna para que el tipo pueda agarrar 
envión y darle una patada al que lo pinchó. 

A principios de este siglo el sabio ruso Ivan Pavlov 
descubrió los llamados reflejos condicionados. Como hay 
fibras que unen las zonas sensitivas de la impresión con 
las zonas motrices del movimiento, el sabio hizo la si- 
guiente experiencia: le puso delante a un perro un 
pedazo de carne. Justo cuando el perro veía la carne, 
el sabio tocaba un timbre. Escondía la carne, volvía, 
luego, a ponerla y, otra vez el timbre. Es decir: asociaba 
la impresión sonora del timbre a la presencia de la car- 
ne. Al ver la carne se producía en el perro el llamado 
reflejo salivar. Y bien: después de 50 veces de tocar el 
timbre mostrándole la carne, con sólo tocar el timbre 
y sin ver, ya, la carne para nada, al perro se le hacía 
la boca agua lo mismo. 

Las experiencias realizadas con el tipo en ese sen- 
tido fueron incalculables y asombrosas. El profesor Me- 
talkinov —discípulo de Pavlov— provocó la inmunizá- 


is 



ción de un organismo mediante los reflejos condiciona- 
dos: asociaba una inyección de microbios con el sonido 
de una trompeta y, al poco tiempo de repetir eso, pudo 
comprobar que el solo sonido de la trompeta había ad- 
quirido el poder de hacer aumentar los glóbulos blancos 
de la sangre. 

Incluso la palabra se ha utilizado como estímulo 
condicionante. El profesor Platonov haciéndole creer a 
un paciente que bebía agua —tres vasos seguidos— sin 
que los bebiese, con sólo repetirle “usted bebe agua”, 
“lia bebido usted otro vaso”, “usted bebió ya tres vasos”, 
hizo aumentar la diuresis del paciente 2 . 

Cuando el tipo no tenga tiempo de comer, o cuan- 
do tenga cosas más importantes que comprar que víveres 
—helicópteros, máquinas de leer, tapados fosforescentes, 
zapatos con suela oruga con los que podrá caminar que- 
dándose parado— la señora lo alimentará siguiendo al- 
guno de esos sistemas: tocándole un timbre al tiempo 
que el tipo coma su tortilla o su milanesa, hasta que le 
baste con el timbre solo o diciéndole, como Platonov: 
“Vos estás comiendo tallarines”, “Antonio: ya va el se- 
gundo plato de tallarines”, “¡Ay, Antonio, no comás 
tantos tallarines, qué cosa!”. . . con cuidado, claro está, 
de no empacharlo. 


2 Son conocidas las pruebas de Charcot, Wéber, Kraft-Ebbing, Sorel, 
Héler, Schultz, que produjeron con sólo la palabra trastornos, locales pro- 
fundos en muchos pacientes. El doctor Podiapolsky —citado en sus “Bru- 
lures et abcés par suggestion’' por S. Metalnikov en “La lucha contra la 
muerte’'— estudió prolijamente casos de quemaduras típicas de la piel 
producidas sin otro agente que el estímulo verbal. 


103 




LA PARTE LASTIMADA 


S e cayó el clavo que estaba suspendido, en el dor- 
mitorio, el retrato de ella. Había sido el regalo de 
cumpleaños para él. El hombre que tiene un retrato de 
la mujer en la cartera, otro colgado frente a la cama y 
a la mujer propiamente dicha en la cama de al lado, 
siempre termina —aunque no beba— en uno de esos 
delirium tremens que hacen ver elefantes rosados. 

Ella había salido con la cara apoyada en un hom- 
bro, como un violinista; y muerta de risa. 

(¿De qué se reirá la gente que se ríe en los re- 
tratos?) 

—Vos no te hagas mala sangre, que yo el sábado 
lo arreglo en dos patadas. Es cuestión de un momen- 
to. . . —dijo él, al encaminarse hacia la puerta para sa- 
lir rumbo a la oficina, mientras ella, que lo seguía, iba 
sacándole una pelusa de la espalda. 

Y el sábado, en efecto, el tipo subió a un banqüito, 
agarró el martillo, y cuando ella, que estaba cuidando 
la leche, oyó lo que él dijo al segundo martillazo, fué 
corriendo con gasa y alcohol. 

El tipo se había sacado una lonja del pulgar iz- 
quierdo. 


105 



Al otro día, cuando el ómnibus frenó, él, que, na- 
turalmente, viajaba parado, pegó con el dedo en el 
respaldo de un asiento. Y masculló la eterna protesta: 

—¡Uno siempre se pega donde tiene lastimado! 

Decía Sócrates, en El Cratilo: —“No todos los 
hombres son artesanos de nombres”. Porque Platón 
opinaba que “el nombre es el alma de la cosa —o del 
acontecer— con él denominada”. 

Cuando el tipo les encuentra un nombre apropiado 
a las cosas que le pasan, ni aunque se alegre, se alegra- 
rá desatinadamente con las buenas, y ni aunque sufra, 
sufrirá desesperadamente con las malas. 

El tipo no se pega donde tiene lastimado; sucede a 
menudo que tenía lastimado donde se pegó. 

Pega siempre en alguna parte con el dedo, con el 
codo, con la rodilla, con la nuca; pero no teniendo las- 
timado, no siente; en cambio, teniendo lastimado, sí. 

Si el tipo se pegara donde tiene lastimado, sería 
una fatalidad. Pero como apenas se da el caso de que 
tiene lastimado donde se pega, es una casualidad. 

Quien se hiere por casualidad sentirá el mismo do- 
lor en su herida que aquel que por una fatalidad se 
hiriese. Pero es infinitamente menor la proyección inte- 
rior de su padecimiento. 

Siempre ha de ser preferible ver al tipo sólo con la 
cabeza vendada y admitiendo que dió la casualidad de 
que había una cáscara donde pisó, que verle, además, 
con una amargura en el alma por admitir que . . . fué 
a pisar justo donde estaba la cáscara. 


106 



CUANDO SE LLEGA A SABER LA VERDAD, SE 
SABE MUCHO MENOS QUE ANTES 
DE HABERLA SABIDO 


ada verdad que el tipo va sabiendo desaloja la 

ilusión con la que él se había compensado de su 
ignorancia, y suprime, así, todo lo que esa ilusión embe- 
lleciera y salvara. 

Cuando Newton, el sabio, explicó el arco iris, reci- 
bió la maldición de John Keats, el poeta. 

Un día, Moisés se puso a la cabeza de su pueblo 
para liberarlo de la esclavitud que sufría en Egipto. 
Jehová inspiró y ayudó al caudillo en todo momento 
para que tuviera éxito en su aventura: les señaló el 
camino a través del mar, separó las aguas para que 
pudieran cruzarlo e hizo ahogar a los enemigos que se 
lanzaron tras ellos. Así pudieron llegar, Moisés y su 
gente, al desierto de Sin, entre Elim y Sinaí. 

Como pasa siempre, todo anduvo bien hasta que 
empezó el hambre. 

En este punto, le estaba destinada a Moisés la pe- 
sadumbre de oír, plañidera la queja y, duro, el reproche 
de los salvados: “Ojalá hubiéramos muerto por mano 


107 



de Jehová en la tierra de Egipto, cuando nos sentába- 
mos a las ollas de las carnes y comíamos pan en har- 
tura. . 

Jehová no demoró en tomar una resolución. Le 
dijo, en efecto, a Moisés: “Entre las dos tardes comeréis 
carne y por la mañana os hartaréis de pan”. 

Venida la tarde, subieron tantas codornices que cu- 
brieron el real y a punto de llegar la nueva mañana cayó 
como un rocío y, así que dejó de caer, se vió sobre la 
haz del desierto una cosa menuda, ante la que los hijos 
de Israel se preguntaron unos a otros: “¿Qué es esto?” 1 
Y Moisés les dijo: “Es el pan que Jehová os da para 
comer”. 

Era el maná 2 que caía del cielo. 

¡Qué milagros tan bonitos! Las codornices, más 
ariscas, si cabe, que la propia gallina, apresadas sin 
trampas, sin escopetas, sin honda, sin sal en la cola. Y 
el dulce rocío caído del cielo como un pan celeste. 

Pero el fisiólogo turinés Angelo Mosso en su libro 
“La Fatiga” dice que cuando las codornices emigrantes 
del África llegan a su punto de destino —que lo es el 

1 Exodo XVI, 13. 

2 Dice la "Enciclopedia del Católico", dirigida por monseñor Gius- 
tino Beson, traducción castellana del canónigo doctor Cipriano Monserrat. 
Tomo III, página 567. Barcelona, 1951: "Según una etimología popular, 
la palabra "maná" significa "¿qué es esto?"; y en el Exodo se relata que 
los israelitas, al ver en la superficie de la estepa aquel polvillo escamoso, 
se dijeron " man hu ?", porque no sabían " qué era " —("mah hu")— y que 
por eso dieron a aquella substancia el nombre de man. Pero " man hu" no 
puede significar “¿qué es esto?", porque en tal caso hubiera debido decirse 
"mah hu"; por eso se cree que los hebreos conocían ya con el nombre de 
man, aunque nunca la hubieran visto, la tamarix mannifera, de los botá- 
nicos, y que se preguntaron "¿man hu?", o sea "¿es maná, esto?". ¡De ma- 
nera que hasta ya habrían sabido los hebreos qué era el manál 


108 



desierto de Sin— de agotadas que se hallan caen inmó- 
viles y ni siquiera ven. 

De manera que Moisés las agarró distraídas y can- 
sadas. 

Será verdad, pero, sin duda alguna, era más lindo 
lo otro; porque, con esto, lo único que se demuestra 
—que vuelve a demostrarse— es que, cuando se distrae 
o lo cansan, hasta el más arisco se deja agarrar con la 
mano. 

Y en cuanto al insólito maná, es una materia azu- 
carada que cierto insecto hemíptero, de la familia de los 
cóccidos —la gossyparin— deposita sobre las ramitas del 
taray 3 y que hay que juntar antes del alba, porque des- 
pués se derrite 4 ’ 

También será verdad, pero también, asimismo, era 
más lindo lo otro; porque, con esto, lo único que se 
demuestra —que vuelve a demostrarse— es que no hay 
nada que»le venga al tipo de arriba. 

Hace algunos años una dama romana llamada Lu- 
crecia, esposa de Tarquino Colatino fué incomodada 
de hecho ®, por Sexto, hijo de Tarquino El Soberbio. 
Y se mató. Se mató porque dijo que no quería consti- 
tuir sobreviviendo a la guarangada, ni ejemplo ni pre- 
texto para la deshonra de ninguna romana. 

El varón que más deprimido — e inseguro y a la 
expectativa— hubiese quedado ante la historia de la 
mujer del panadero, recuperaba sus confianzas pen- 
sando en Lucrecia. 

8 Tamarix mannifera. 

4 Moisés sabía que eso se deshacía en seguida de ahí que le dijera 
a su gente: “Ninguno deje nada de ella para mañana”. Exodo XVI, 19. 

s Hoy se dice apestillar, del latín pessulo, ablativo de passalos, del 
griego passalos: cerrojo. En pocas palabras: metérsele en la pieza sin per- 
miso y cerrar la puerta con llave. 


109 



Muchas obras de arte inspiró la heroína: la pinta- 
ron Jacobo Palma, El Tntoretto, Alberto Durero, 
Guido Reni. 

La Lucrecia de El Tintoretto ya tiene listo el puñal 
para clavárselo en la aorta. Una de las de Guido Reni 
—Guido Reni pintó dos— ya lo tiene clavado en el estó- 
mago. La de Alberto Durero se lo hundió, a su vez, en 
el hígado. 

Sin embargo, teniendo en cuenta las actitudes me- 
nos decididas de la Lucrecia de Filippo Lippi, de la de 
Lucas Granach, de la de Geldorp, que sólo figuran pre- 
parándose, pero sin gesto muy convencido, para atra- 
vesarse a último momento y teniendo en cuenta que la 
proporción de tentativas infructuosas de suicidio es mu- 
cho más elevada entre las mujeres que entre los hom- 
bres” — Maurice Halbwach “Les causes du Suicide”— 
y, aun, la versión de que Lucrecia no se mató hallán- 
dose sola sino que fué a hacerlo, deliberadamente, en 
presencia de Colatino, su esposo, y del viejo Lucrecio, 
su padre, el doctor Gustavo Pittaluga —“Grandeza y Ser- 
vidumbre de la Mujer”— esboza la posibilidad de que 
Lucrecia se haya ido a acuchillar ante dichos parientes 
confiada que la atajarían. 

Dice el autor citado que en lo de Lucrecia hubo 
mucho teatro. 

Apenas habría ocurrido que la nerviosidad la hizo 
apurar un poco. 

Admitido que, en general, al ser humano no le está 
bien suicidarse porque no se pertenece —y no se perte- 
nece porque le debe al sastre, al peletero, al taller me- 
cánico— permítase admitir que actitudes como la de 


110 



Lucrecia entonaban considerablemente el ánimo de los 
oteluchos. 

Si estas campañas de reivindicación de la verdad 
histórica continúa, van a llegar a demostrar que no fué 
tejer, precisamente, lo que hizo Penélope en Itaca míen- 
tras esperó a Ulises y que no fué a su difunto marido 
Felipe a quien seguía, desmelenada, doña Juana la Lo- 
ca, sino a alguno de los vivos que, para congraciarse 
con ella, fingía que iba ayudando a levantar el muerto. 
Y, finalmente, que Greta Garbo se casó con el fotógrafo 
sólo para conseguir su objetivo. 

Cuando, antes, alguien preguntaba por qué Napo- 
león había perdido en Waterloo, unos contestaban que 
porque habiéndole señalado un pastorcito a Blücher 
— iefe del refuerzo prusiano— cierto atajo desconocido, 
Wellington había podido contar a tiempo con las tropas 
que iba necesitando para lanzar contra las del corso. Era 
tierno. 

De pronto, salía Víctor Hueo a exhibirse con sus 
fueeos artificiales: ]No fué Wellington quien venció 
a Napoleón! |Fué DiosI jPorque llegó a molestarle la 
gloria del hombre más grande de la tierra!” Era paté- 
tico. 

Aparece, no obstante, ahora el doctor Bloumearten 
de Nueva York y dice que la derrota de Waterloo se 
debió a una insuficiencia hormónica del Emperador. 
Es viejo. 

Con eso lo único que se demuestra — oue vuelve a 
demostrarse— es que la Historia no es mucho más que 
una competencia glandular. Un torneo de adrenalinas. 

Diríase que fué aver, nomás, que el tipo, sentado a 
los pies de la abuela, le preguntaba, mientras se movía 


111 



con la lengua el colmillito flojo y torcía, nervioso, la 
punta del guardapolvo: “¿De qué era el zapato de la 
Cenicienta?’’ La abuela levantaba los ojos de la punti- 
lla primorosísima —cada espacio una ausencia, cada nu- 
do un amor— y respondía ufana como si hubiese sido 
ella la que tuviera a su cargo calzar a la afortunada mu- 
chachita: “¡Era de cristal!” 

¡Y claro que era de cristal! No puede haber ningún 
hombre honrado que en el fondo de su alma no siga 
sintiendo la necesidad de que el zapato de la Cenicienta 
haya sido de cristal y que no sea capaz de defender con 
todos sus corajes y fervores eso, poco pero encantador, 
que le fué posible seguir creyendo! 

Aparecieron, empero, los exégetas. Y dijeron: “No. 
El zapato de la Cenicienta era de cuero”. Argüyeron 
que donde Perrault puso “pantoufle en vaire” — zapati- 
na de cuero— el traductor entendió “pantoufle en ve- 
rre” — zapatina de vidrio—, Y si trabajan unos años más 
en este asunto son capaces de demostrar que fué mentira 
que la calabaza se transformó en carroza y los ratones 
en caballos para que pudiera ir la Cenicienta a la fies- 
ta del rey. Y su osadía llegará a pretender reírse de los 
nobles ignorantes que confían serenamente en la magia 
de esas cosas, porque muchas veces, aquí, en el mundo 
que se tiene a mano, han visto cómo un adiós se trans- 
forma en lágrimas, un hallazgo en sonrisa, un beso en 
suspiro, una semilla en diamela, un huevito en pichón. 

¡Qué poco queda de las cosas cuando se las explica! 

¡Qué insensatos los que se inquietan cuando no les 
encuentran explicación a las cosas! 


112 



LA LECCION DEL MICROBIO 


l organismo humano es una colonia de células con 
- J un sentido tan admirable de la comunidad que 
cada una realiza su trabajo —en el nervio, en el múscu- 
lo, en el hueso: inhibiendo, impeliendo, sustentando— 
dentro de una prodigiosa armonía. 

Sin embargo, el tipo nunca fué capaz de acondicio- 
narse entre los demás como están acondicionadas entre 
ellas las células que lo forman. 

Procede —célula de la Humanidad— como proce- 
dería una neurona a la que le diera la loca de fabricar 
jugo gástrico o un osteoblasto que se escapara de su hue- 
so para ir a pasar un rato al riñón. 

El equilibrio de las funciones en que no interviene 
la inteligencia del tipo, se desbarata cuando la inteli- 
gencia interviene. 

Por novelería trata, él, de imaginar nuevas for- 
mas que aquellas de la propia vida entrañable para ca- 
racterizar la actividad trascendida. 

Sin embargo la imaginación no le fué dada al tipo 
para modificar lo que junto con ella se le asignara, sino 
para que inventase, completándose, lo que no se le dió. 


113 



Se necesitaron millones y millones de años para 
que los microbios primitivos, que andaban a la deriva 
por un mundo cachorro, se agruparan en colonias y se 
especializaran por grupos para llegar a esta sorprendente 
exhibición de un pecho que alienta, unos ojos que ven, 
una boca que llama, un cerebro que piensa. 

jCómo puede pretender el tipo, entonces, inven- 
tar un orden mejor, distinto al de sus células, en las 
menguadas veinte mil horas que se le conceden para 
que venga a curiosear a la tierral 

De pronto, empieza a gotear una canilla. 

La gente que no puede oír gotear una canilla se 
divide en tres grandes grupos: el de los que se van a 
una pieza alejada y cierran la puerta: el de los que le 
cuelgan a la canilla un trapo para que el agua se des- 
lice silenciosamente: y el de los que se remangan y se 
disponen a arreglar la canilla. 

Nadie piensa, de inmediato, en cambiarla, que es 
lo que debiera hacerse 1 . 

El tipo dobla el diario, se levanta y manda pedir 
una llave inglesa prestada. 

Enciende un cigarrilo y mira la canilla detenida- 
mente como para estudiarla, antes de empezar la ope- 
ración. 

Corta la lengüeta de un zapato viejo —pero que, 
todavía, para un día de lluvia, podría haber tirado— y 
hace el redondel que irá a sustituir al cuerito gastado 
de la canilla. 

Antes de destornillarla, empero, ya el tipo quemó 
el borde de la mesa con el pucho. 

1 Por no haberse acostumbrado a hacer lo que debe, siempre 
queda debiendo lo que hace. 

114 



En seguida se le cae la llave inglesa en un pie y, 
además, la tuerquita que asegura el cuero en la canilla. 

El tipo apaga el pucho pisándolo, se frota el pie 
dolorido contra la pantorrilla de la pierna del al lado 
y recoge la tuerquita de abajo de la pileta. 

Coloca la parte de la canilla que había sacado y 
aprieta con la llave. 

Está gastada la rosca. 

Como el tipo no tiene estopa de la que usan los plo- 
meros, manda buscar un pedazo de piolín. Lo moja con 
saliva para que quede pegado a la rosca y aprieta otra 
vez. La rosca, con el piolín, se tranca. La parte de arriba 
de la canilla queda requintada sobre la parte de abajo. 
Parece un sombrero a lo Gardel. 

Cae la llave inglesa a la pileta y rompe un pocilio. 
Salta, asimismo, la cucharita al suelo. 

Cuando el tipo va a empezar a buscarla, la pisa. 

A esta altura de la peripecia suspira y, para tomar- 
se un descanso reparador en el que, empero, ha de se- 
guir pensando —“ocio fecundo”, que le dicen algunos 
filósofos— se mete las manos en los bolsillos del pan- 
talón. 

Y se clava la tijera con que había cortado el redon- 
del de la lengüeta. 

Al día siguiente, a las nueve, toca el timbre el 
plomero. 

El tipo lo acompaña a ver la canilla. Va adelante, 
explicando. 

Y cuando después de dejarla pronta el plomero di- 
ce que son ocho pesos, opina, el tipo, que “eso es robar 
la plata”. 


115 



El tipo siempre desvaloriza la colaboración de los 
demás en todo aquello que, sin esa colaboración, él no 
podría haber impedido que siguiera goteando. 


116 



DECADENCIA DE UNA FAMILIA 


T7 n el centro del Africa, allá por el Nilo Blanco, viven 

los shilluks, un pueblo negro que a pesar de haber 
sido superado en cultura por los pueblos del Africa 
occidental, tiene muchos puntos de contacto con el hom- 
bre civilizado. En efecto: los shilluks tocan la guitarra, 
no comen avestruz y practican la poligamia. 

Sin embargo, cada vez que un shilluk tiene nece- 
sidad de otra esposa —sea de repuesto, sea para ampliar 
el stock— la cambia por una vaca. 

Y cuando quieren serles gratos a un amigo, lo tra- 
tan de “buey mío”. 

Esa valorización de la vaca —y de su compañero 
el toro y de su cuñado el buey— se remonta a épocas 
antiquísimas. 

Los egipcios representaban a Isis, la diosa a la que 
atribuían el descubrimiento del trigo y la cebada, con 
cabeza de vaca. Y el símbolo de Osiris —nieto del Sol, 
espíritu del Nilo, fertilizador de la tierra, salvador de la 
cosecha, dios máximo— era el Buey Apis. 

En las viejas mitologías indias identificábase el 

117 



trueno con la voz del toro celeste, que asustaba al pro- 
pio león del cielo 1 . 

Cuando Homero describe a Hera —reina del Olim- 
po— como a las más majestuosa de las diosas, le llama 
“la de los ojos de novilla” 2 . 

Y Eurípides comparaba la voz del toro con la de 
Júpiter 3 . Y Hesiodo decía que la familia consiste en el 
marido, la mujer, los hijos y el buey. 

Entre los caldeos, “toro, vaca y ternera” constituía 
la representación de la trinidad astronómica “tierra, 
luna y sol”, que figura, todavía, en ciertas decoraciones 
de las logias masónicas. 

En Asiria, las vírgenes destinadas al culto de Milita, 
consagraban a la vaca su doncellez. 

Y San Irineo, al comentar las visiones de Ezequiel, 
considera al buey símbolo del sacrificio y de la vocación 
sacerdotal 4 . 

De tanto en tanto se cometía algún disparate contra 
la familia. Los druidas hechiceros de la vieja Galia, 
sacerdotes del culto del roble, creían que todo cuanto en 
el roble se criaba era sagrado y servía para curar cual- 
quier cosa. De tal manera que con grandes ceremonias 
recogían el muérdago crecido en dichos árboles 5 . 

Se vestían de blanco, sacrificaban tres toros blancos 
y gordos bajo el roble elegido, trepaban por el tronco, 
luego, y cortaban el muérdago con hocecitas de oro. Y 
estimándose al muérdago como remedio contra la esteri- 

1 En los himnos védicos se le llama al ardor bélico gaveshana, ambi- 
ción de vacas. Y la palabra gavisti —batalla— significa luchar por las vacas. 

2 Ilíada IV. 

8 “Hipólito” (1200-1229). 

4 “Ad versus H*ereses”, Cap. III, 11, 8. 

5 El muérdago es el “phoradeundron flavescens”, que ahora el tipo 
usa para adornar los árboles de Navidad. 

118 



lidad, jlo clavaban en el techo de los pesebres para que 
las vacas no se olvidaran de tener térneros! 

jLes mataban a los toros más buenos mozos y que- 
rían arreglarlas con una rama de muérdago 1 

Esa debe haber sido, sin duda, la primera falta de 
respeto que se cometió contra la vaca. 

Pero los viejos libros santos de la India * proclama- 
ban que el lenguaje místico debía representarse con una 
vaca de cuatro mamas, cada una de las cuales figuraba 
un sonido fundamental de dicho lenguaje. De dos ma- 
mas de aquéllas —svaha y vasat— se alimentaban los 
dioses; de la otra —hanta— los hombres; de la otra, aún 
—svadha— las almas. El lenguaje místico tenía dos par- 
tes esenciales: aliento y espíritu. El prana -aliento- 
era el toro. El mana —espíritu— era el ternero. Pero el 
principio mediador entre el toro y el ternero, es decir, 
entre el cielo y la tierra, era la vaca. 

Todas las religiones orientales tuvieron como base 
el culto de la vaca. Y de la familia. 

Gautama —El Buda— quedía decir “El Conductor 
de la Vaca”, por alusión a la vaca astral. Era, pues, un 
cowboy, tanto más cuanto que su esposa —hija del 
príncipe Dandapani— se llamaba Gopa, que quería de- 
cir “La Vaquera”. 

Y dice San Gregorio Magno 7 que Cristo fué hom- 
bre por su nacimiento, buey por el sacrificio de su vida, 
león por su resurrección y águila por su asención. 

Hay algunos hombres que, lo mismo que cuales- 
quiera otros, creen que el prójimo constituye siempre un 

0 Brihadaranyaka Upanishand V,8,l. 

7 Homilía, IV, 12. 


119 



foco de infección. Entre quienes sustentan esa creencia 
están los betchuanas del Africa y algunos hindúes. 

Una vez un príncipe hindú mandó dos embajado- 
res a un país extranjero, y cuando regresaron, conside- 
rando que estaban contaminados, pensó que la única 
manera de purificarlos era haciéndolos nacer de nuevo, 
siquiera simbólicamente. Hizo construir, el príncipe, 
una gran vaca de madera, hueca; metió a los embajado- 
res dentro, y, luego de obligarlos a quedar un rato, les 
ordenó que salieran de la vaca “por la vía natural” 8 - 

Y los consideró liberados de todo el mal que pu- 
diesen haber contraído en su trato con extranjeros, gra- 
cias a haberse purificado renaciendo de una vaca. 

Los betchuanas, cuando vuelven de hacer visitas, 
en vez de pasarse alcohol, como la gente civilizada, to- 
can una vaca. 

Con el transcurso de los años se fué acentuando 
progresivamente la desconsideración que, respecto de la 
vaca, iniciaran los druidas. 

La vaca, empero, siguió sin inmutarse, la peripecia 
de su destino. 

Le usaron al toro, su amante esposo, para corridas 
y para exposiciones; le usaron al novillo, su doncello, 
para hacer factura de cerdo; le usaron al buey, padrino 
del ternero, para arar y como ejemplo. Y ella siguió co- 
mo si nada hubiese ocurrido. Masticando su chicle. Lu- 
ciendo su tradicional mirada filantrópica. Prudente y 
tranquila. 

No conforme con lo que de ella sacaba, el tipo di- 
solvió en amoníaco la caseína de la leche descremada 


8 James Frazer, “La Rama Dorada”, Cap. XIX. 


120 



y sacó el lanital, una fibra sintética que sirve para hacer 
pantalones- O camperas 9 . 

Pese a su inmemorial prestigio, pues, ésta es la ho- 
ra —crucial, que le llaman— en que, después de pa- 
sarse la vida exprimida para hacer café con leche y ca- 
simires, toda vaca es transformada en milanesas de 
ternera, zapatos de becerro, fichas de marfil, brochas de 
pelo de marta y boquillas de ámbar. Sic transit gloria 
mundi. 


0 El profesor Ward Perkins (U.S.A.) hizo calentar agua en una olla 
hasta los 50°. Luego, trasvasó dos litros de esa agua caliente a un recipiente 
más chico y le echó sal, medio kilo de malta y cien gramos de harina. Puso 
el recipiente, durante una hora, a baño de María. El líquido que le quedó, 
colado con muselina, fué vertido en una cacerola. A “eso” le agregó ochenta 
y cinco gramos de harina de soya, un litro y medio de agua, y lo dejó hervir 
una hora más. Cuando lo sacó del fuego, dijo que... ¡era lechel Leche 
sin-tética. 

¡God save the vacal ¡Después de miles de años de ordeñarla ince- 
santemente, sale ahora un sabio inventando la leche, sólo para abochornarla! 


121 




PARADOJAS 


C omo con la Lógica que inventó Aristóteles no se ha 
ganado nada, porque es una Lógica que no puede 
aplicarse ni al fútbol, ni a las carreras, ni a la copa Mel- 
ba *, ni al Derecho, ni a la agricultura, ni al gin-fizz 2 , 

1 El tipo nace con una indeclinable tendencia a enseñarle todo a los 
demás. De ahí que nunca, nadie, aprenda nada. Cuando el tipo lee "Don 
Quijote” piensa que él lo habría escrito mejor. Cuando oye la música de 
Wagner queda con la seguridad de que, a él, le habría salido con menos 
ruido y la de Verdi con menos jalea de membrillo y la de Stravinsky menos 
jitanjafórica. 

Impelido por tal predisposición fué que consideró oportuno mejorar 
la COPA MELBA. 

Cierto día de 1913 concurrió a un viejo y aristocrático hotel de la 
Rué Rivoli la cantante australiana —creadora de la "ELENA” de Saint 
Saéns— Elena Parter Amstrong, que se rebautizara Nelly Melba, como ho- 
menaje a la ciudad de Melbourne en que había nacido. 

Hablando con el maitre —el famoso Augusto Escoffier— la Melba 
ponderó el gusto de las peras. Y Escoffier quiso prepararle una sorpresa 
para el día siguiente. Aspiraba a crear una PERA MELBA. Pero... 
¿cómo? Luego de mucho pensar, puso un helado de vainilla en una copa 
de plata. Y ahí se detuvo. ¿Qué añadiría, ahora? ¿Puré de grosellas? ¡Nol 
Estaba muy visto. Además, se acompañaba, ya, con él, al filet de jabalí (i). 
Era necesario un gusto... bravio que separara lo dulce del helado de lo 
agridulce de la pera. 

— ' "¡Frambuesas!”, gritó, de pronto, Escoffier. 

Uno ha comido frambuesas en seguida de arrancarlas del pie de la 
montaña. Tienen gusto a rosas; pero, en la ultimidad del gusto a rosas, 
aparece una avispa que pica en la lengua. 

La combinación era absolutamente lógica: vainilla, pera, frambuesas. 
No obstante, el tipo entró a perfeccionarla. 

Y, hoy, perfeccionada, la COPA MELBA —durazno, bizcochuelo, cas- 
sata, uvas, chantilly y la guinda, arriba, como una boina— es un conventillo. 
2 Le echan gin para hacerlo fuerte y le echan soda para hacerlo fio- 

i Filet de sanglier avec purée de groseilles sucrée. 


12 } 



resulta saludable, para toda persona seria, menudear sus 
incursiones al más vistoso mundo de la paradoja. 

Quien mucho se destacó en este juego encantador 
de explicar las cosas como al parecer no son, que es la 
única manera —aunque suene a paradoja— de ir acer- 
cándose a lo que son realmente, fué Eubúlides Milesio, 
discípulo de Euclides de Megara e integrante de la fa- 
mosa escuela de los megáricos, junto con Elexino 3 , Dio- 
doro Cronos 4 y Estilpón B . 

La paradoja por antonomasia está contenida en su 
argumento llamado El Mentiroso. Dice así: “Según Epi- 
ménides 0 todos los cretenses mienten. Epiménides es 
cretense. Por lo tanto Epiménides dice la verdad” 7 . En 

jo; le echan limón para hacerlo ácido y le echan azúcar para hacerlo dulce. 
La principal acepción de fizz en inglés es sisear. Sisear, en castellano, quiere 
decir “murmullo de desaprobación”. El tipo, pues, bautiza con la designación 
de una repulsa, aquello de lo que, luego, repetirá cuatro o cinco vueltas. 
Además —¡oh lógica del mundol— en cada una de las vueltas, al levantar 
la copa, le dice al otro: “A su salud”. Y se la toma él. 

3 Quería decir “El discutidor”. Peleaba todo el día con todo el 
mundo. 

4 Este Diodoro Cronos era un tipo tan preparado que según un epi- 
grama de Calimaco 

Aun Momo escribía 

en paredes y muros : “Crono es sabio n . 

Y Momo era el dios de la burla y el escarnio. 

5 El pobre Estilpón tenía una hija bastante destornillada. Pero él 
no se achicó jamás ante la chamichunga a que daban lugar los malos pasos 
de la grieguita. Y una vez en que uno le dijo que la conducta de la hija 
sólo le servía de oprobio, él respondió “no me dará tanto oprobio ella a 
mí por ser como es, como le doy honor yo a ella siendo lo que soy”. 

0 Epiménides, llamado el Gnosio porque había nacido en Cnossos, 
capital de Creta, fué un filósofo contemporáneo de Solón. Se cuenta que 
siendo todavía un muchacho su padre lo mandó al campo a llevar una 
oveja. Llegado el mediodía Epiménides entró, con la oveja, a una gruta, 
para guardarse del sol. Y se durmió. Al despertar, dentro de la gruta, en 
el suelo, había un pullover viejo: era todo lo que quedaba de la oveja. Epi- 
ménides había dormido 57 años. Es una de las siestas más largas que se 
conocen. 

7 Este razonamiento lo emplea Cervantes en la segunda parte de El 
Quijote. Cuando Sancho era gobernador de Barataría había en la ínsula 


124 



efecto: si todos los ciudadanos de Creta mentían, Epi- 
ménides, que era ciudadano de Creta, también tenía que 
mentir. Pero al decir que todos mentían, estaba diciendo 
la verdad. 

Protágoras de Abdera —al que en aquel de Los 
Diálogos que lleva su nombre Platón respeta más que a 
Sócrates— llegó a enseñarles tan bien el arte de la argu- 
mentación paradójica a sus discípulos que alguno de 
ellos, aprovechado y no lerdo, llegó a superarlo. 

Protágoras avezó a Evatlo, en efecto, en la elocuen- 
cia forense, y arreglaron el pago de las lecciones así 8 . 
Evatlo se obligaba a saldar los honorarios del filósofo 
cuando ganara su primer pleito. Pero como pasó el tiem- 
po y Evatlo no pagara, Protágoras lo demandó. Y cuando 
ya se encontraban ante el tribunal le dijo el maestro a 
su presunto deudor: ‘‘De cualquier modo tendrás que 
pagarme: si pierdes el pleito, los jueces te condenarán a 
pagar y me pagarás por sentencia. Y si ganas el pleito, 
aunque no te condenen los jueces a pagarme, deberás 
pagarme porque habíamos convenido en que me paga- 
rías cuando ganaras el primer pleito”. Y le contestó 
Evatlo: ‘‘De ningún modo tendré que pagarte, maestro: 
si los jueces me absuelven, su sentencia me libera de la 
deuda. Y si no me absuelven y pierdo el pleito, tampoco 

un puente y junto al puente una horca en la que era ahorcado todo vian- 
dante que, preguntado adónde iba, se hiciera sospechoso, al responder, de 
que mentía. Pero uno contestó “Voy a que me ahorquen”. Y ahí se armó 
el lío. Porque como el tipo había dicho que iba a que lo ahorcaran, si lo 
ahorcaban no había mentido y no debía, por tanto, ser ahorcado. Pero si 
ni lo ahorcaban sí había mentido y, entonces, había que ahorcarlo. 

8 Protágoras era un maestro muy carero. Dice Diógenes Laercio 
— Vidas de los filósofos más ilustres , Libro X. Protágoras. 2— que “fué” el 
primero en cobrar cien minas de salario”. Bien que la mina era una mo- 
neda teórica, griega, equivalente a cien dracmas, resulta chocante oír decir 
que antes le pagaban al tipo en minas, cuando hoy, con ellas, siempre es 
el tipo quien queda pagando. 


125 



he de pagarte porque en nuestro pacto sólo acordamos 
que te pagaría si el pleito lo ganaba yo”. 

Y no le pagó ni medio. 

Se registran en Física la paradoja hidrostática ex- 
puesta por Pascal la paradoja dinámica del cuerpo que, 
librado a su propia fuerza, sube, en vez de bajar, por 
un plano inclinado. 

¿Y acaso no se ha llegado a demostrar, con un po- 
co de buena voluntad, que 1 es igual a 2? 10 . 

Además, nadie podría sostener honradamente que 
las argumentaciones de los sofistas son contrarias a la 
lógica del mundo, entre otras cosas porque: 

1: la Cirugía es una rama de la Medicina cuyos 
progresos no implican otra cosa que el atraso de la Me- 
dicina en proporción directa. Porque si el tipo se enfer- 
ma de una pierna y el cirujano se la tiene que cortar es 
porque el médico no supo curársela. 

2: al tipo le enseñaron en la casa y en la escuela 
que es feo embromar a otro y exige que los demás crean 
que él no es capaz de hacerlo. Pero ¿no es con desdén 
y con burla que dice el tipo de otro “ese no embroma a 
nadie”? 

3: al tipo le enseñaron en la casa y en la escuela 
que el hombre debe ser bueno. Si alguien deja entrever 

9 “La presión de un líquido en el fondo del recipiente que lo con- 
tiene. no depende de la forma de la vasija ni de la cantidad del líquido, 
sino de la densidad del líquido y de la altura que éste alcance sobre el 
fondo’*. 

10 Si tenemos dos números iguales — a = 6— y los multiplicamos a 
ambos por a, nos queda 6 y a = a *- Si ahora se resta a los dos miembros 
de la igualdad el. mismo número 6* —porque si con cantidades iguales se 
hacen operaciones iguales los resultados son iguales— queda b y a ~~ b* 

— __ o lo que es lo mismo b y (a — b) — (a -f- b) y (a — b). Di- 

vidiendo, ahora, los dos miembros por (a — b) nos da 6 = a + b y como 
a = b resulta igual escribir b = b + a, por lo cual b = 26. Luego 
1 = 2 ... 


126 



que sospecha de sus bondades, el tipo se enoja y pide 
explicaciones. Pero ¿no es con evidente propósito de tra- 
tarlo de cretino que dice, luego, de otro “es un buen 
hombre”? 

4 : el tipo siempre admite que le puede pasar cual- 
quier cosa y nunca está preparado para nada. 

5 : quisiera vivir eternamente, y no sabe cómo ha- 
cer para pasar una hora sin aburrirse. 

6 : dice Alien Raymond en su libro “¿Qué es la 
tecnocracia?” que “los fabricantes de ladrillos no habían 
podido lograr durante más de cinco mil años un prome- 
dio mayor de 450 ladrillos por día y por individuo. Una 
fábrica moderna de funcionamiento continuo producirá 
400 000 ladrillos por día y por operario”. 

Y nadie encuentra casa. 


127 




CANIBALISMO 

i 

•p l “homo homini lupus” de Plauto 1 no siempre pudo 

considerarse, como lo hiciera Thomas Hobbes, una 
figura de retórica, porque muchas veces el hombre ha 
comido hombre no como lo come el lobo, sino que con 
cuchillo y tenedor. 

Esa apetencia del tipo por su prójimo mereció la 
opinión condescendiente de mucha gente destacada. 

No puede negárseles ingenio a Diógenes El Cínico: 
cuando un cretino le enrostró cierto defecto en su pasa- 
do, él repuso: “Hubo un tiempo en que yo era tal cual 
tú ahora, sí; pero como yo soy ahora no serás tú nunca”. 
No puede negársele amor por sus semejantes, porque 
decía que “debemos dar la mano a los amigos con los 
dedos extendidos y no doblados”. No puede negársele 
vergüenza, porque una vez en que lavaba él mismo las 
legumbres para su alimento, otro cretino le dijo: “Si te 
acercaras a los poderosos, no tendrías necesidad de la- 
var tus legumbres”, y él le contestó: “Si tú lavaras tus 
legumbres, no tendrías necesidad de acercarte a los po- 
derosos” 2 . 

1 Tito Maccio Pauto. “Asinarla”, II. 

2 Diógenes Laercio. “Vidas de los Filósofos más Ilustres”, VI, 26.5. 

28 . 


129 



Y bien. Cuando las multitudes atenienses se mos- 
traban repugnadas ante la escena en que Tiestes, enga- 
ñado por Atreo, creyendo que come lechón se come a 
sus propios hijos s , Diógenes se burlaba y decía que “la 
carne humana no podía reclamar ningún privilegio so- 
bre otra carne cualquiera”. 

Por su parte, el sabio francés Toissenel dijo: “Dis- 
culpo a todos los culpables que tienen hambre”. Como 
podría creerse que Toissenel disculpaba a quien robase 
un pan, es necesario aclarar que la frase fue pronuncia- 
da para disculpar a los que comían persona. 

Es de antigua data la afición del tipo por trinchar 
al prójimo. 

Decía San Jerónimo que los escoceses del ejército 
romano gustaban llevar gente a su mesa todos los días. 

Asada. 

Los indios fueguinos preferían la carne de mujer a 
la de perro, porque decían que “el perro tiene gusto a 
nutria” 4 . 

Otros indios comían mujer por necesidad. En efec- 
to, cierto día en que el Reverendo Padre Papetard —mi- 
sionero católico— propalaba su fe en U. S. A., se le 
acercó un indio piel roja y le dijo que quería convertirse 
al cristianismo. Después de interrogarlo y saber de su 
vida, el sacerdote le aclaró que no estando permitida por 
la ley de Cristo la poligamia, sólo podría ser bautizado 
cuando no tuviese más que una esposa. Se retiró el in- 
dio esa vez; pero volvió al poco tiempo y le dijo, humil- 
de y alegremente, al Reverendo Papetard: —“Padre, 
ya no tenga más que una esposa”. —“Ah, muy bien. 


8 Esouilo. "La Orestiada". 

4 Will Durant. "Nuestra Herencia Oriental". Cap. TT 


130 



¿Has devuelto la otra a su familia?” —“No padre. Me 
la comí” 8 . 

John Ogilby, en su notable libro sobre la América 
precolombiana, dice que indios norteños vendían reses 
de caballeros y de damas a las dueñas de casa aztecas. 

No se hacía cuestión por el sexo. 

Refiere el propio Nicolay que, hallándose el explo- 
rador míster Emile Petitot a orillas del Gran Lago de 
Los Osos, conoció a un indio septuagenario dulce, tími- 
do, llamado Kra-nda — “Ojo de liebre”—, con el que, 
encantándole su bonhomía, conversó largo rato. Cuando 
el viejo se despidió, otros indígenas, que conocían su 
vida privada, le informaron a Petitot que se había co- 
mido a dos esposas y un cuñado. 

Como no faltará quien —no habiendo probado— 
se interese por el paladar de este tipo de viandas, cabe 
recordar que un natural de Tahití le dijo a Pierre Loti 
que “el hombre blanco, bien asado, tiene gusto a ba- 
nana”. 

Pero los negros también se comen entre ellos. Sir 
Henry Morton Stánley, el famoso explorador galés, sos- 
tuvo que sólo en la cuenca del Congo —donde llegó en 
1881— había 30.000.000 de caníbales. 

Los últimos censos practicados en esa zona regis- 
tran una baja del 50 por ciento en la población calcu- 
lada por Stánley. Una mitad se comió a la otra. 

Mientras el tipo se mantuvo en el estadio del pen- 
samiento pre-lógico y tuvo el sentido mágico del mundo, 
rigió esa magia por dos leyes: “lo semejante produce lo 
semejante” y “las cosas que una vez estuvieron en con- 

“ F. Nicolay. "Historia de las Creencias". Tomo II. Libro V. Cap. VI. 

m 



tacto siguen afectándose a distancia aunque se haya cor- 
tado el vínculo material que las uniera”. Fueron la ma- 
gia homeopática y la magia contaminante. En virtud de 
esta última —o sea de que sigue existiendo una unión 
entre partes separadas que antes estuvieran unidas— es 
que el primitivo creyó que podía embrujársele, por los 
mechones de su pelo o los recortes de sus uñas, con pa- 
labras de hechicería que sobre ellos se pronunciasen. Por 
eso muchos enterraban el pelo que se cortaban, o las 
uñas, en sitios escondidos, y aun en los templos de sus 
dioses. Cuando un negro cafre despioja a un amigo, le 
entrega, religiosamente, y bien contados, los parásitos 
que le sacó, porque como se habían alimentado de la 
sangre del amigo, si otro los matara, eáa sangre, y por 
consiguiente la vida del despiojado, podían caer en po- 
sesión ajena y servir para hacerle daño. 

Y en virtud de la magia homeopática —“lo seme- 
jante produce lo semejante”—, el salvaje creyó que ad- 
quiría las virtudes de aquello que incorporaba a su 
cuerpo. Comían carne de tigre para ser más bravos, ojos 
de águila para ver más lejos, y corazones de mirlos can- 
tores para ser más elocuentes. Y se comían al enemigo 
vencido seguros de muñirse, así, de sus cualidades. 

Han quedado muchos vestigios del pensamiento 
mágico en el pensamiento crítico y de la actitud influida 
por el primitivo animismo en la reflexiva actitud del 
tipo actual. 

El moderno abrazo afectuoso tuvo su origen en el 
movimiento del antiguo antecesor para engullir alimen- 
tos; para atraer hacia sí una cosa que le resultaba agra- 
dable, y que, por otra parte, tenía que resultarle pre- 
ciosa en tanto que proveía a su sustento. El abrazar tuvo 


132 



su origen en el acto premonitorio del devorar. Y el gesto 
del dedo que señala es el resultado de un movimiento 
prehensor que al evolucionar se vino debilitando, hasta 
quedar transformado en una simple indicación ®. 

El tipo, señalando, manifiesta su elección: —“Dé- 
me esa”. . . Y le dan la corbata escogida. 

Antes, pues, se apoderaba de las virtudes de su pró- 
jimo agarrándolo y comiéndoselo. 

Hoy, señala la presa que eligió cuidadosamente, 
después la abraza, y al final se la traga. 

Se le queda, a la presa, con todo, lo mismo que el 
caníbal antañón. Pero lo que es justo reconocer es que 
ahora no la mastica. 

Tragar sin masticar, para evitarle al tragado el so- 
bresalto inherente al sentir que lo tragan, es un gran 
paso que se ha dado hacia la consideración del seme- 
jante. 


o Wilhelm Wundt. "Vdlkerpsychologie”. 


133 




BURROS, ESCORPIONES Y PÁJAROS 


E s muy difícil convencer al burro de que haga lo que 
uno quiere. De ahí que el tipo haya transformado 
el nombre del burro en adjetivo que le sirva para cali- 
ficar al prójimo mentecato. Porque siempre considera 
mentecatos a quienes no comparten su manera de pen- 
sar o se resisten a hacer lo que a él le da la gana. 

Nobilísima, empero, fué la inspiración que llevó a 
Juan Ramón Jiménez, abogado de Platero, el burrito de 
cristal, a decir que “ . . .cuando un hombre es bueno de- 
bieran decirle asno y cuando un asno es malo debieran 
decirle hombre 

Mucho consuelan, sin duda, tales actitudes en fa- 
vor del animal. 

San Marcario, El Viejo, eremita de la Tebaida, iba 
de visita montado en un cocodrilo amigo. Y se cuenta 
que hizo penitencia siete años por haber matado una 
pulga. 

San Dunstand, monje benedictino, abad de Glas- 
tombury, consejero de Edmundo I y célebre por su sa- 
biduría, rezaba, una vez, frente a una gruta, con los bra- 
zos en cruz. Inmóvil. Extático. Un pájaro que pasaba lo 
confundió con una figura de piedra y bajó y puso un 


135 



huevo en una de las manos abiertas del devoto que, para 
no defraudar al pájaro, siguió inmóvil y extático hasta 
que el huevo estuvo incubado y salió el pichón. Sólo en- 
tonces San Dunstand bajó los brazos. 

Pero son casos aislados. 

En general, el tipo maltrata, calumnia o menospre- 
cia al animal. El se ha dado el título de Rey de la Crea- 
ción por haber presentado la novedad de la inteligencia. 
Pero esa inteligencia no le alcanzó para desempeñar una 
auténtica reyecía. Quedó, apenas, en efecto, en un capa- 
taz de la Creación, cargo que cumple con ayuda del 
látigo, la coyunda, las espirales, las riendas, las espuelas, 
la escopeta y el DDT. Si se llamara a elecciones libres 
de las que pudieran participar el conejo y la vaca, la ga- 
llina y el perro, el camello y la foca, la corvina y el león, 
el ratón y la perdiz, nadie podría presumir que fuese el 
tipo quien saliera electo. Ni aunque les hubiera prome- 
tido a los sufragantes que se haría vegetariano. 

El tipo calumnia al escorpión, cuando lo compara 
con el prójimo envenenado. El más activo de los escor- 
piones — “Bothus” o “Androctonus occitanus”— es tris- 
te, solitario y tímido. Y cuando se ve acorralado, hacien- 
do gala de una soberbia heroica, se clava en el cuerpo 
el ponzoñoso aguijón de la cola y se suicida. 

¿Por qué, entonces, tratar de escorpión a quien, 
bien mirado, carece de condiciones para ser un escor- 
pión como la gente? 

El tipo calumnia al tiburón. La Oficina de Aero- 
náutica de la Flota Norteamericana declaró: “no existe 
peligro alguno de que un hombre que flote con un sal- 
vavidas sea atacado por los tiburones”. Esa afirmación 
es el fruto de la experiencia recogida por cientos de 


1)6 



aviadores de la Unión que, durante la última guerra, se 
vieron obligados a descender en el Pacífico y a perma- 
necer, a veces muchos días, en balsas de goma hasta que 
fueran a salvarlos. Ningún tiburón les atacó nunca. Se 
desvanece la leyenda de una ferocidad que contribuye- 
ron a difundir con sus relatos el Capitán Cook y Emilio 
Salgari. Los tiburones se abstuvieron de atacar a los 
aviadores norteamericanos caídos en el mar, no porque 
también ellos simpatizaran con la causa de las naciones 
unidas, sino porque son por naturaleza, individuos bo- 
nachones. Si van a la zaga de los navios, es porque saben 
que las sobras de los alimentos se tiran al agua; y ellos 
las aprovechan. Y si en vez de caer el resto de la mayo- 
nesa, cae el contramaestre, el tiburón no tiene la culpa. 
Carece de un espíritu crítico del que tampoco el tipo 
dispone. 

Cuando alguien se muestra como un semi-idiota, el 
tipo dice: “es un gato”. 

Y el gato siempre cae parado. . . 

Cuando alguien se obceca en lo suyo y olvida lo 
ajeno y no ayuda, ni atiende, ni da, el tipo dice: “es un 
perro”. 

Y el perro es el único ser que se rasca para afuera. 

Cuando el tipo quiere tratar a otro de infeliz dice: 

“no es capaz ni de matar una mosca”. ]Como si no fue- 
ra mucho más difícil matar a una mosca que a un tío! 

Cuando se trata de propalar la insignificancia de 
un semejante, dice, el tipo: “es un insecto”- ]Como si él 
hubiese salido victorioso alguna vez en su lucha contra 
la langosta, el mosquito o la pulga! 

jY le llama pájaro al cretino y ave al sinvergüenza! 

Denigra, así, una condición que ennoblecen con su 


137 



ternura las palomas, agracian con su canto los mirlos, 
agudiza con su viveza el tero 1 y espectabiliza con su po- 
lítica el avestruz 2 . 

Dice Paul de Saint-Victor en su preámbulo al co- 
mentario de “Los Pájaros” de Aristófanes, que los ánge- 
les son pájaros de Dios. 

¿Y las pájaras? 

Altos méritos cabe reconocerles por más de una cir- 
cunstancia sorprendente. 

Cuando la tórtola enviuda ya no canta, ni se posa en 
ramas floridas. Y revuelve el agua para enlutecerla con 
barro antes de ponerse a beber. 

Dice, justamente, Tirso, en “La Dama de] Olivar”: 

La tortolilla con suspiro quiebra, 
viuda, los vientos, por el bien que pierde, 
y mientras las exequias le celebra 
huye del agua clara y roble verde. 

Y en nuestra especie, a los seis meses ya se alivian 
el luto. 


i Pone el huevo en un lado y va a gritar a otro, 

a Cree que si él no mira, no lo ven. 


138 



EPITAFIOS 


F y stilo lapidario se le llamó al de la literatura de los 
epitafios. Los hubo de una ternura emocionante co- 
mo aquel que compusiera Meleagro, el poeta enamora- 
do, para la tumba de Aisigene, una de las mocitas más 
lindas de Abdera: —“Madre Tierra: ¡Salud! Séle leve 
a Aisigene, que ella ha pesado tan poco sobre ti!” 

Marcus Pacuvio —considerado como el fundador 
de la tragedia latina—, sobrino de Ennio, amigo de Ci- 
cerón, plagiado por Virgilio en La Eneida, redactó este 
epitafio para que colocaran, llegado el momento, sobre 
su huesoteca —“Joven que pasas tan a prisa, esta pie- 
dra te llama. Mira y lee. Aquí yacen los huesos del poeta 
Pacuvio. No tengo más que enseñarte. Adiós”. 

El Cardenal de Richelieu había escrito el suyo así: 
“Hice mucho mal y poco bien. El bien que hice lo hice 
mal y el mal que hice lo hice bien”. 

En una de las lápidas del plinto sobre el que se 
alza, en la plaza de la Villa, de Madrid, la estatua de 
don Alvaro Bazán, marqués de Santa Cruz, hay unos 
versos lapidarios que terminan en estos: 

Rey servido y patria honrada 
dirán mejor quién he sido 


139 



por la cruz de mi apellido 
y por la cruz de mi espada. 

Francisco de la Torre y Sebil, por su parte, fué un 
poeta del siglo XVII, nacido en Tortosa, que alcanzó el 
hábito de Calatrava y la privanza del marqués de As- 
torga. Pero ni con eso engordó. Su fama de poeta era 
pareja a su fama de flaco. De tal manera que también 
él mismo se dejó escrito el epitafio: 

Aquí yace en dura calma . . . 

Mas nada yace , porque 
aqueste poeta fué 
todo alma. 

Y lord Byron puso sobre la tumba de su perro: 
“Tenia todas las virtudes de los hombres y ninguno de 
sus defectos’’. 

Y luego, estuvo aquel: 

Yace aquí Fidel Maidana 
tapado con esta losa. 

Nunca en la vida hizo cosa 
que no fuera una macana. 

Hace poco, empero, encontraron el epitafio de Ta- 
merlán. Timur-i-lan. “El cojo de hierro”. 

Dice Harold Lamb, en un libro fascinante que se 
titula “La Marcha de los Bárbaros”, que cuando se es- 
tudien bien las campañas guerreras de Tamerlán, ha de 
ser considerado como el comandante de caballería más 
completo de la Historia. 

Se hacía llamar Amir al Iiadr, que quería decir El 


140 



Gran Señor, en su vieja lengua tártara. Y en aquel si- 
glo XII en que vivió, fué el terror del mundo. 

Hasta los reyes de Occidente le temían y se estre- 
mecían al oír su nombre bárbaro resonando en el sobre- 
salto de los viajeros que llegaban con el pecho jadeante 
y los camellos enfermos de las comarcas de Oriente des- 
hechas y aventadas por el enemigo feroz. 

Tenía por costumbre hacer levantar, a la entrada 
de las ciudades que conquistaba, una pirámide hecha 
con los cráneos de los vencidos. 

Y luego, para festejar la proeza, mientras las trom- 
petas atronaban el aire, los jinetes de la horda desfila- 
ban al galope tendido, haciendo restallar el brío de sus 
potros y los colorinches de sus vestiduras, ante el inven- 
cible emperador. 

No hace mucho tiempo, una comisión de sabios so- 
viéticos, encargada de buscar la tumba del guerrero 
—murió invicto mientras preparaba una expedición con- 
tra la China—, la encontró en Samarkanda. Y sobre una 
de las losas, como póstuma fanfarronería, como una con- 
firmación de la trágica necedad que fué siempre carac- 
terística saliente en todos los tamerlanes —o tamerlanu- 
chos— , figura el epitafio: “Si yo viviese hoy, la Huma- 
nidad temblaría ” . 

1 Pobre Tamerlánl 

Charlie Gemora es el actor que encarnó los tipos 
de bestia más impresionantes en la historia del cine. Son 
inolvidables sus interpretaciones de “Ingagi”, del gorila 
en “La Isla de las Almas Perdidas” y de “King-Kong”. 
Sin embargo, decidió dejar el género porque dijo que 
“era un trabajo sin porvenir”. Agregó que ya nadie se 
asusta. Ni de King-Kong, ni de nada. El mono espantoso 


141 



que horripilaba a millones de espectadores adultos unos 
años atrás, llegó a hacer estallar de risa hasta a los con- 
currentes de las matinées infantiles. 

Por su parte, Boris Karloff también dejó su Fran- 
kestein, confesando, con verdadera pesadumbre, que 
ahora, el monstruo, en vez de empavorecer, hacía gracia. 

] Pobre Taberlán! 

Los rusos, en Atomgrad, están tratando de neutra- 
lizar la ionosfera para conseguir que lleguen todos los 
rayos cósmicos, sin filtrar, a la tierra, con lo cual se pro- 
ponen afeitar hasta el pasto. 

Los norteamericanos tienen resuelta la Bomba H, 
que puede borrar 70.000 personas por minuto. 

“Si yo viviese hoy, la Humanidad temblaría”. 

¡Pobre Tamerlánl 

Pluguiése a los Hados que resucitara sólo un ins- 
tante para asomarse a este mundo, ocho siglos más viejo 
y cien veces más bandido que el que él conoció y vería 
cómo tendrían que abanicarlo y hacerle oler Agua de 
Colonia. 



JITANJAFORAS 


■O l loco que se cree Napoleón no se cree, de ninguna 
' manera, mucho más de lo que suele creerse el cuer- 
do. Sólo que el loco manifiesta su presunta condición 
abierta y desinteresadamente; y el cuerdo la disimula, 
porque al carecer de la seguridad de que el loco disfru- 
ta, teme verse frustrado ante el juicio ajeno. 

El loco adopta por fuera el mismo ademán que el 
cuerdo se presume adentro. 

Pero el hecho de que sus inhibiciones le permitan 
mantener oculto lo que el otro muestra, no significa —ni 
mucho menos— que no trate, el cuerdo, de sacar prove- 
cho explotando, como quien no quiere la cosa, la supues- 
ta condición que el loco despilfarra sin esperar resul- 
tados. 

El loco es, sin duda, más honrado. Pero no menos 
cuerdo. O, siquiera, no es menos cuerdo únicamente a 
causa de las ocurrencias por las cuales el cuerdo lo trata 
de loco. 

Los psiquíatras prudentes no se atreven, ya, a mar- 
car el límite que separa la supuesta locura de la —desde 
luego que también supuesta— cordura de los hombres. 

Y bien: los locos inventan palabras 1 . 

i Se la llama jargonofasia a esta facultad. 


143 



El doctor Enrique Mouchet 2 * * le oyó decir a una pa- 
ciente cosas como: señoritas periodicasténicas, dentistas 
astojacménicas, leyes calusticias. 

El doctor Emilio Mira y López 8 asistió a la confe- 
sión de otros demorados en el sentido de que tenían 
ideas trasmetalizadas y eterimagnetocolubrizadas por el 
estado helicoidal. Hubo los que afirmaban que eran hi- 
dústicos, re lipe tánicos, carjovéticos o simpulineos. Otros, 
aún, se han sentido mixine tizados, teorquizados y veían 
estrumigencias. 

A propósito de estas perturbaciones del lenguaje en 
la esquizofrenia dicen los psiquíatras que “el sujeto nos 
produce la impresión de que no siente lo que dice o no 
dice lo que siente”. 

Pero es justo reconocer que esa impresión no sólo 
se recibe oyendo hablar a esquizofrénicos declarados . . . 

De pronto el tipo normal hablando con palabras 
normales a las que el uso o las Academias les asignaron 
un significado, no dice absolutamente nada o dice lo 
contrario de lo que piensa o dice, aun, lo que nunca 
habría querido decir. 

Entonces ¿qué se gana con que quieran decir algo 
las palabras? 

Además, en el mejor de los casos, siempre se dice lo 
mismo: “el lechón de noche es pesado”, “ya vendrán 
tiempos mejores”, “no somos nada”. . . 

El tipo adulto y normal no demuestra la necesidad 
de decir otras cosas. 

En cambio el esquizofrénico, con su regreso al esta- 

2 “Psicopatología del pensamiento hablado”. Ed. Médico Quirúrgica. 

Buenos Aires 1945. 

8 “Psiquiatría”. Ed. Salvat. Barcelona 1935. 


144 



do del criterio mágico, dispone de asociaciones insólitas 
y —¿por qué no?— bien pudiera ser que aunque no se 
produjera, paralelamente, en él, un descuartizamiento 
del pensamiento lógico, lo mismo necesitara palabras 
inexistentes para expresar estados o percepciones que no 
tuvieran precedentes en la historia mental del tipo sano. 

También el niño, que está más cerca de lo mágico 
inventa palabras *. 

En el terreno poético —el único en que se registra 
alguna tentativa más o menos honorable de meterle una 
cuña al horizonte que se aplasta contra el suelo de las 
horas y levantarlo para contemplar el día 367— no hay 
ninguna necesidad de entender lo que se dice para des- 
entrañar su sentido. 

Dijo Paul Elouard: El cisne de mi sangre se ha co- 
mido todas las grosellas del mundo. 

Y Federico García Lorca: 

Verde que te quiero verde 
verde viento. Verdes ramas, 
el barco sobre la mar 
y el caballo en la montaña. 

Y si se dijera: 

Pachilitama lifina 
cocaringo muningón. 

Titocurrita tatina, 
papacota bilondina 
¡chacharrá colingundina! 

Lumitón. 

4 Entre muchas otras cosas esta aquello de 
la vieja 
virueja 

de pirnpicotueja 
de pomponird . 


145 



¿No sería lo mismo? 

¿No podría ser esa una solución en tanto que cuan- 
do se oye conversar a dos personas tiéntase, quienquiera 
que atienda, a suponer que con la palabra —signo arbi- 
trario y convencional le llamó Whitney— y, particular- 
mente, con las palabras a las que se les acordó una 
acepción, ya no puede decirse nada? 

—Hola, ¿qué tal? 

—Acá andamos. Ya lo ve. 

¿Por allá? 

—Más o menos. Hoy bien, mañana regular. Pero, 
nos defendemos. 

—Bueno, mientras haya salud. Lo principal es la 
salud. 

—Ah, seguro. Salud hay una sola y una vez que se 
pierde no se puede comprar con plata. 

—Por eso le estoy diciendo. 

Uno de ellos se acomoda el diario debajo del brazo. 
El otro se tira para abajo las puntas del chaleco y hace 
una pequeña flexión para desincrustarse el pantalón de 
la entrepierna. 

—Parece que se asentó el tiempo, ¿no? 

—Hasta que no cambie el viento, no crea. Ahora, 
si cambia el viento, sí. Pero yo, a mí, mire, no habiendo 
humedad ¿no es cierto? Yo soy una persona que, a mí, 
la humedad me voltea. 

—Sí, claro. La humedad es lo que tiene. 

—Por eso le digo. 

Y cuando regresan a sus respectivas casas, los dos 
dicen lo mismo en la mesa: “Hoy me encontré con fula- 
no. Charlamos como una hora de un mundo de cosas”. 

Es preferible creer que el tipo cuando habla no 


146 



dice nada —con lo cual sólo se admite la innocuidad 
de las palabras actuales— que creer que algo se dice al 
hablar y el tipo no entiende, junto a lo cual habría que 
admitir una involución hacia el estadio de la bestiali- 
dad en el que todavía no se habían inventado las pa- 
labras. 

Las jitanjáforas podrían constituir un ensayo de so- 
lución todavía inédito. 

Fué Alfonso Reyes B quien bautizó con el nombre 
de jitanjáforas a las palabras que no quieren decir nada. 

Cita, el ilustre mejicano, unos versos que decía, 
siendo niño, y cada vez que se enojaba, el poeta Miguel 
Angel Osorio —que también se llamó Ricardo Arenales 
o Porfirio Barba Jacob: 

La galindijóndi júndi 
la járdi, jándi, jafó, 
la farajija jija 
la farajija fo. 

Yáso déigo, déiste, hundió, 
dónei sopo don comiso, 

¡Samalesita! 

Revela el autor su impresión de que estos versos 
debieron ejercer determinante influencia en el poeta 
Mariano Brull quién, y para que los recitasen sus hijas 
cuando iban visitas a la casa, componía otros como éstos: 

Filifa7iia alabe cúndre 
ala olalúnea alífera 
alveoléa jitanjáfora 
liris, salumba, salífera. 

* “La Experiencia Literaria”. Losada. Buenos Aires 1942. 


147 



Olivia oleo olorife 
alalái cánfora sandra 
milingitala girófara 
zumbra ulalíndre calandra. 

Al conocer esa producción, Alfonso Reyes eligió, 
de entre las otras de tal estrofa, la palabra jitanjáfora, 
y le puso Jitanjáforas de sobrenombre a las hijas decla- 
madoras de Mariano Brull, para luego, a manera de 
homenaje, extender la designación de jitanjáforas a to- 
das las palabras con que el poeta componía sus versos. 

Por no atreverse a llevar a fondo su reforma —una 
de las más alentadoras de las registradas en estos últimos 
milenios— los surrealistas se vieron limitados a decir, co- 
mo Benjamín Peret: “Los elefantes son contagiosos”, 
"Aplastemos dos adoquines con la misma mosca”. “Hay 
que pegarle a la madre mientras es joven” °. 

O como Najda, la mujer de André Bretón: “La 
garra del león aprieta el corazón de la viña”. 

Teniendo en cuenta que se ha llegado a una altura 
del desentendimiento en la que nadie pone, ya, aten- 
ción en lo que va a decir el otro porque calcula, de ante- 
mano, que no le convendrá entenderlo, cabe reconocer 
que la jitanjáfora sería por lo menos una novedad. 

jQué alivio se experimentaría diciéndole al seme- 
jante “Fucunimbú mamicordión pipotín. ¿Bichauque- 
ra? ¡Peñutel 

¿Qué quiere decir mamicordión? ¿Qué quiere de- 
cir peñnte? 

Todavía no se sabe. 

Pero ya llegará el día en que al salir el tipo a la 

0 “152 Proverbes mis au gout du jour”. 


148 



calle de mañana se la encuentre llena de peñutes y de 
mamicordiones. Y hasta de jolijántoros. 

Más vale que no se deje agarrar desprevenido. 

‘ Y, después de todo, decir lo que todavía no quiere 
decir nada, es aprovechar a decir decentemente aquéllo 
que, cuando quiera decir algo, ¡quién sabe para decir 
qué van a decirlol 


149 




EXCURSIÓN A MAÑANA 


p uando el emperador Shih-Huang-Ti empezó a cons- 

truir la Gran Muralla, vivía en las vertientes de Ku- 
chao un leñador que se llamaba Vangghí. Camino del 
bosque, le sorprendió, cierto día, la lluvia, y fué a cobi- 
jarse a una cueva de la montaña. Dentro, encontró a dos 
viejos que estaban jugando al ajedrez. Uno de ellos le 
ofreció un dátil; Vangghí lo comió y se quedó dormido. 
Al despertar, fué a tomar el hacha, que había dejado 
cerca, y se le hizo polvo el mango en la mano. 

Vangghí había estado durmiendo dos mil años. 

Si nos comiésemos el dátil esta noche y despertá- 
ramos en noviembre de 3952, ¿qué encontraríamos? 

■ ¿Cómo será el tipo? 

Ante la ocurrencia de quedar dormidos durante to- 
do este tiempo no puede menos que desentumecerse 
una resignada curiosidad por el futuro. 

¡Qué lástima no se haya inventado una máquina 
para fotografiar lo que todavía no existe! En cambio, el 
tipo de entonces sabrá cómo había sido el de ahora, en 
tanto que se le deja inventada la máquina para foto- 
grafiar lo que existió. 

El ingeniero inglés Georges De La Warr sostiene 


151 



que “todo acontecimiento que se ha producido en el pa- 
sado existe aún, en forma de ondas de energía” *. 

Y, con una buena máquina, se puede retratar. De 
La Warr manifestó que había obtenido, en 1950, la fo- 
tografía de un hecho acaecido en 1928. Y sigue traba- 
jando, con su esposa y tres ayudantes, en su laboratorio 
de Oxford. Tienta el abrigar la esperanza de que algún 
día le sea posible a cualquiera retratar, desde acá, a 
Popea Sabina bañándose en su leche de burra i 2 , o a 
Brunelleschi en el momento de parar el huevo 3 . 

No se vislumbra, empero, la misma posibilidad con 
respecto al futuro. 

¿Cómo será el tipo en 3952? 

Hay quienes dicen que su evolución física ha ter- 
minado y que con el resto de energía que le quedó se 
inició, ya, en él, su evolución psíquica. 

El hombre de dentro de mil años se parecerá, inte- 
riormente, al actual, tanto como el actual se parece a 
una foca 4 . 

Advendría, pues, no el mundo del superhombre de 


i El ingeniero De La Warr basa sil teoría en la de los quantum 
de Planck. El quantum es un grano de energía capaz de materializarse al 
chocar con algunos núcleos y viajar impulsado en ondas que los acumulan 
en cienos puntos y los enrarecen en otros. Esos paquelitos de energía —los 
quantum— viajan, pues, eternamente. La teoría del quantum no sólo anula 
el “Natura non fácil saltus", sino que, también, la creencia de que las ondas 
se amortiguan paulatinamente hasta desaparecer. 

v En los pesebres de mármol del Palacio de Oro que abarcaba tres 
de las Siete Colinas de Roma, hecho construir por Nerón, se alojaban las 
¡500 burras! herradas de plata que ordeñaban para el baño de Popea 
Sabina, emperatriz. 

3 Lo de que fué Colon quien paró el huevo resultó un infundio pro- 
palado en 1565 por Girolamo Benzoni en su libro “Storia del mondo 
nuovo”. Quien paró el huevo fué Filippo Brunelleschi el arquitecto de 
la cúpula de Santa María del Fiore. 

4 Gerald Heard “Dolor, Sexo y Tiempo'*. 


152 



que hablara Nietzsche, sino el mundo del todo hombre 
proclamado por Scheler. 

El tipo, como dirección fundamental del Universo, 
pudiéndolo todo, de este lado de Dios. 

Nuevas posibilidades tendrían sus sentidos quizá 
unidos por una acentuación insólita de la actual senes- 
tesia B . 

Cuando Helmoltz describió a los nervios como con- 
ductores indiferentes dijo que si llegara a existir algún 
día un cirujano capaz de unir el nervio óptico a los gan- 
gliocitos de la esfera auditiva y el nervio auditivo a los 
de la esfera óptica, “ oiríamos el relámpago y veríamos 
el trueno”. 

Debe haber en el fondo de la mismidad humana 
—que es donde está lo más real del tipo 0 — una latente 
posibilidad de lo que Helmoltz utilizaba, apenas, como 
ejemplo ilustrativo, porque cuando la embriaguez que 
produce la mescalina o el sopor que produce el pentotal, 
anulan ciertas inhibiciones, el tipo ve los ruidos y oye 
los colores. 

¿Es que en B952, suponiéndole esos entrecruza- 
mientos en su sensibilidad, podrá palpar la música 7 u 
oír el gusto del arroz con calamares? 

Claro que, posiblemente, ya no sepa qué es el arroz 
—ni las papas fritas, ni el bife a caballo, ni el filet 
Paraná— porque el doctor Otto H. Warburg —Premio 

6 Sensaciones sinestésicas son aquellas en las que un sonido se asocia 
en la conciencia con la impresión de un color —audición coloreada—. En 
algunos el La mayor produce una sensación de rosa; el Re menor, de azul. 
Arthur Rimbaud, en su famoso poema de las vocales decía “A, notr. E, blanc. 
I, rouge. U, veri . O. bleu”. 

o “Quien pensó lo más profundo, ama lo más vivo”. Hólderin. 

7 Por su genealogía el oído es un sentido táctil especializado. Dice 
Helen Keller —la ciega sordomuda de nacimiento— en su libro El mundo 
en que vivo: ”con el tacto percibo las vibraciones en todos sus matices”. 


153 



Nobel 1931— al estudiar a fondo la función clorofiliana 
de las plantas se extrañó de que el tipo no pueda, tam- 
bién, alimentarse por fotosíntesis, transformando la luz 
en energía química vital. 

Tal vez —merced al descubrimiento de nuevas apti- 
tudes y a su instrucción— dentro de dos mil años almor- 
zar será ponerse un rato al Sol. 

Hay, empero, quienes anticipan que el aspecto físi- 
co del tipo variará enormemente. Opinan así los sabios 
que se atienen a la historia de la cara. La cara fué inven- 
tada por los primeros seres que caminaron para adelan- 
te. A fuerza de hacerlo, emitieron formaciones nerviosas 
destinadas a percibir, a captar, a comprender aquello 
con lo que, en un principio, toparon ciegamente- 

Así empezó la cara. Se la ha definido como “una 
máscara para sorprender y atrapar comida, colocada 
delante del cerebro”. 

Poco después de inaugurarse, la cara adquirió una 
importancia fundamental en la figura de los individuos. 

Llegó un momento en que la mandíbula, hecha 
para asir la presa, se desarrolló enérgicamente; no obs- 
tante, cuando el tipo se paró, y pudo agarrar con la 
mano, comenzó una violenta resección de la mandíbula 
utilizada, de entonces a ahora, nada más que para mas- 
ticar, abrir la boca y calzar la bufanda. 

La cara se fué achicando. Y agraciándose. 

Incluso, la sonrisa superó al hocico. 

Y bien: hay sabios que dicen que la evolución del 
cerebro todavía no ha terminado. En una palabra: que 
al tipo le hace falta más seso 8 . 

3 Sin embargo, el célebre Walter Dandy del John Hopkins Hospital 
de Baltimore, entre otros tantos neurocirujanos, le sacó a muchísimos en- 
fermos el hemisferio cerebral derecho entero — esferoctomía— y con sólo la 


154 



La bóveda craneana deberá agrandarse y lo hará a 
expensas de la cara. Así como el Sinanlhropus Pekinen- 
sis al presentar la líente escurrida hacia atrás y, por otra 
parte, un notable prognatismo, daba la impresión de 
que con aquella cara tan grande la cabeza le quedaba 
chica, en el tipo de dentro de varios siglos, en cambio, 
aumentando el cráneo para alojar el seso que todavía 
necesita, la cabeza tan grande haría parecer que lo que 
le quedaba chica era la cara. 

¿Será, en efecto, el tipo de 3952 más descarado que 
el de ahora? 

¿Nacerá, como ahora nace, inválido? 9 . 

En un estudio sobre lo esencial de la estructura 
humana, el holandés Lodewijk Bolk, remitiéndose a la 
Anatomía Comparada, sostiene que el tipo nace dete- 
nido en un estado fetal del mono 10 . 

Ocurre que la gestación del tipo es muy breve. Los 
padres se casan y a los nueve meses —a veces muchí- 
simo antes— él ya nace. 

Es poco para quedar completo. 

Por eso es que las formas fetales que en el mono 
son transitorias, en el tipo se estabilizan. 

El tipo tiene una forma pluscuamperfecta por lo 
inacabada u . 

Pero ¿no habrá fábricas de gente en 3952? 

mitad de los sesos siguieron pensando lo mismo que antes. También se 
han sacado los lóbulos frontales — lobectomía— y, pese a que hombres 
como Burdach, Flechsig, Brocea y Bechterew consideraron a esa parte del 
encéfalo “centro primordial de las funciones psíquicas”, los lobectomizados 
se volvieron más alegres y haraganes. Dos demostraciones de talento. 

® El mono recién nacido ya se agarra, el potrillo camina y el ba- 
llenato nada. El tipo recién nacido, en cambio, sólo grita, escupe y mama. 

10 Lodewijk Bolk “La Humanización del Hombre” Revista de Occi- 
dente, Diciembre de 1927 y Enero de 1928. 

11 Juan J. López Ibor "El descubrimiento de la intimidad”. 


155 



Los vitalistas, que negaban la posibilidad de hacer 
en el laboratorio producto alguno de los que el cuerpo 
humano elabora, sufrieron un rudo golpe cuando Frie- 
drich Wholer hizo úrea sintética con carbonato de 
amonio. 

Y de ahí para adelante. Charles Robert Warington 
preparó tiroxina sin tiroides y otros obtuvieron testoste- 
rona de la zarzaparrilla y progesterona de la semilla de 
soya. 

Nadie se había metido con la proteína —piedra 
fundamental en el edificio químico de la vida— porque 
su molécula era medio complicada. 

Pero, he ahí que aparece de pronto el doctor Ro- 
bert Woodward, químico de la Universidad de Harvard, 
y realiza en su laboratorio una molécula de proteína con 
todas las características de las del pelo y la piel. En 
mitad del experimento los materiales con que el doctor 
Woodward actuaba, se hicieron <¡argo ellos solos del tra- 
bajo y completaron —sin la intervención ulterior del 
sabio— el desarrollo de la molécula. 

¿No puede considerarse esto como el paso inicial 
dado hacia la fabricación de gente?’ 2 . 

12 No hay que tener muy en cuenta lo que opongan los sabios a 
esta posibilidad porque —como lo hace notar Itsvan Rath-Vegh en “Historia 
de la estupidez humana"— un año antes de que volaran los hermanos 
Montgolfier, el gran Lalande escribía en “Le Journal de Paris" que “sólo 
un loco puede creer que flotar en el espacio sea factible". 

£1 ilustre Lavoisier negó la existencia de aerolitos, sugiriendo la tara* 
dez de quienes creyeran que “del cielo podían caer piedras". 

Los compañeros de Luiggi Galvani, el descubridor de los efectos fi- 
siológicos de la electricidad, se reían al verlo experimentar con ranas y le 
llamaban el maestro de baile de las ranas . 

“Et vola comme on ecrit l’Historie; puis íiez*vous a mrisieurs les 
savants", le csreíbia Voltaire a Madame Du Deffand, lo cual, traducido, 
viene a querer significar lo mismo que dijo un uruguayo insigne, don 
Alberto Bachini “conocí muchos sabios que eran unos burros". 


156 



¡De modo que es posible que luzcan, en las calles 13 
de 3952 luminosos con siglas como CEN —“Cooperati- 
va De Elaboradores De Niños”— o FAGSA —“Fabrica- 
ción Argentina De Gente. Sociedad Anónima”! 

Se agravará el problema de la desocupación en el 
gremio de las cigüeñas. 

Las veces en que reviente el buscapié justo cuando 
él se había agachado para ver por qué no reventaba, 
existirá la posibilidad de rehacer al tipo en 48 horas; lo 
mismo que cuando se le dé vuelta el automóvil en la 
carretera. 

Pero... jno! jYa no se viajará en automóvil! 

|Oh tiempos en los que podía decirse “rápido como 
el pensamiento”! Pretérito imperfecto para el tipo de 
3952, en tanto que pertenecen al pasado, ya, en este 
presente. 

La corriente nerviosa, substrátum somático del pen- 
samiento, se desplaza a razón de 70 metros por segundo 
o sea a 252 kilómetros por hora. Y el Mayor Marión 
Cari, de Colifornia, piloteando un Douglas Skystreak 
llegó a los 1.041 kilómetros. Pero ya en 1943 Jack Woo- 
lams, el veterano probador de la Bell Aircraft Corpo- 
ration, adelantó que “estaba teóricamente resuelta la 
posibilidad de llegar a los 1.900 kilómetros”. 

¿Viajará el tipo 800 kilómetros por hora más ligero 
que el ruido que vaya haciendo? 

No. 

Viajará mucho más rápido. 

Entre los obstáculos que se han opuesto a la ob- 

13 Las calles en 3952* se moverán como las cintas sinfín de fas fá- 
bricas de construcciones en serie. De modo que. moviéndose la calle, el tipo 
podrá caminar parado. Como ahora en los ómnibus. 


157 



tención de velocidades estúpidas, figura el de la fric- 
ción. Algunos creen que la lucha del tipo contra la fric- 
ción empezó en los ómnibus llenos; y empezó mucho 
antes. El primer recurso empleado contra ella fue el 
engrase 14 , pero ya se ha llegado a sistemas tan perfec- 
cionados de “roulements” que se construyeron, emple- 
ándolos, pulidoras eléctricas que, vencida, casi, la fric- 
ción, giran a 120.000 revoluciones por minuto. 

Si las ruedas de un automóvil se movieran a esa 
velocidad, el automóvil andaría a razón de 16.000 kiló- 
metros por hora. Eso sí: habría que suprimir la fricción 
de las cubiertas contra el suelo, para lo cual sería nece- 
sario suprimir el suelo. Como la supresión del suelo 
ocasionaría algunos trastornos —en vista de las multitu- 
des, cada día más numerosas, de los que quedan de a 
pie— el doctor Irving Lagmuir, tras estudiar detenida- 
mente los problemas del frotamiento, proyectó una 
suerte de vehículo que se desplazaría sostenido y pro- 
pulsado por fuerzas magnéticas, en el interior de un 
tubo vacío. 

Sin embargo, desde que se presumen las velocida- 
des de los medios de locomoción interplanetarios, hasta 
esta velocidad del todavía futuro subterráneo magnéti- 
co ya parece una cosa pasada. 

A lo mejor el tipo consigue hacerse trasmitir por 
radio, como los boleros, para seguir creándose urgencias. 

Porque toda cosa empieza a ser urgente sólo cuan- 
do se inventa el medio que permite hacerla ligero. 

Si en esta era preatómica no pasa lo que puede 

14 Un sólido de 1000 kilogramos de peso, colocado en un plano ho- 
rizontal, exige, para ser trasladado sin engrase, una tracción de 200 kilo- 
gramos y, con engrase, apenas de 40. Por eso es injusto el tono de queja 
con que se dijo “porque no engraso los ejes — me llaman abandonao”. 


158 



pasar, el tipo de 3952 vivirá, seguramente, en plena era 
atómica. 

Hasta ahora se había venido arreglando todo. Pue- 
de decirse que la historia del tipo sobre la tierra es una 
historia de la compostura. 

Jalonan el periplo de su progreso, el corpiño, la 
dentadura postiza, la entretela, las hombreras, la faja y 
la peluca. 

El tipo siempre se dedicó afanosamente a componer 
las cosas, ya que nunca se sintió capaz de hacerlas de 
nuevo, e inventó el parche, la media suela y el hilo de 
zurcir. 

Y la desintegración en cadena. 

Pero la desintegración en cadena entraña un sus- 
penso: bien se sabe que el átomo, alcanzado por las par- 
tículas con que se le bombardea, se parte, con gran 
desprendimiento de energía. Y los trozos del átomo par- 
tido, bombardean a otros átomos que se parten, a su 
vez. Y éstos, a otios. Y los otros, a otros. El tipo puede 
liberar, sí, la fuerza contenida en el Uranio 235. Pero 
puede liberarla toda de golpe, como quien suelta un 
resorte. No ha llegado a ejercer un conti'alor sobre ella 
que la frene o, siquiera, la atenúe. 

Aquí ya cabe preguntar ¿y si en una vuelta cual- 
quiera a la cadena le da por seguir por cuenta de ella 
hasta el final . . . ? 

No sólo habría sido inútil este capítulo sobre un 
presunto 3952, sino que lo habría sido, asimismo, el 
invento del ojo de vidrio, de la pierna de goma y del 
soldador. 


159 




EL PRÓFUGO 


'-p odo lo que existe en la tierra es causa de miedo . . . 

dejó dicho Bhartrihari, un sabio indio del siglo VI. 
El tipo es tímido, pesimista, vanidoso, escéptico, escru- 
puloso y se aburre porque tiene miedo. 

Vive huyendo. 

Apoyarse en otro para poder confiar en el éxito 
de lo que va a hacerse es huir. Delegar en otro la res- 
ponsabilidad de lo que se hace, es huir. 

Mientras trata de acomodarse el tipo siempre va 
en nombre de otro. Después de haber entregado la tar- 
jeta, baja los ojos, raya el suelo con la punta del zapato, 
da vuelta el sombrero: —‘‘Yo venía con esta tarjeta del 
doctor Fulano por una ubicación. Pretensiones, por 
ahora, mayormente, no tengo. Se trataría de cualquier 
cosita para empezar, como dice ahí . . . 

Cuando el tipo ya está acomodado, siempre manda 
a otro: —“Usted vaya y dígale que es una bestia. A ver 
¿cómo le va a decir?” —“¡Usted es una bestial” —"Muy 
bien, pero dígaselo como cosa suya ¿me oye? 

Si el tipo es lo que se llama un idealista se con- 
suela figurándose un mundo en el. que las cosas fueran 


161 



como a él le gustarían. Y huye, así, de la realidad que lo 
circunda. 

Si es lo que se llama un hombre práctico, trata de 
hacer caber a la realidad, estrujándola o mutilándola, 
en el rígido molde de su concepto de ella; lo cual es otra 
forma de huir de la realidad. 

Hasta cuando ataca —decía Henri Barbusse en “Le 
Feu” —dispara para adelante. 

Cuando alguien le va a pedir una garantía dice que 
no puede darla por los compromisos que tiene con el 
socio. Si la garantía se la pide el socio, dice que no 
puede por los compromisos que tiene fuera de la socie- 
dad. Y cuando trabaja solo, pone un aviso en los diarios 
pidiendo un socio. 

El socio es una cosa que el tipo usa o para ence- 
rrarse o para disculparse. Otras dos maneras de huir. 
Encerrándose, el tipo escamotea su actitud a toda posi- 
bilidad de ajena discriminación. Y cuando da explica- 
ciones trata de demostrar que el otro entendió todo lo 
contrario de lo que él se proponía hacer, para poder 
hacer, mientras el otro se entretiene oyéndolo, lo que 
realmente se propone. 

La viveza es una fuga que se nutre de fuga a sí 
misma. El vivo saca ventajas huyendo de la zona de 
influencia de la atención del otro, pero cuando el otro 
se da cuenta, tiene, el vivo, que disparar para que no 
lo alcance; y obtener ventajas más adelante a fin de 
mantenerse a salvo, con lo cual quedan afectados otros 
que, al darse cuenta, a su vez, se ponen, también, a se- 
guirlo. El tipo multiplica, entonces, sus medios de fuga: 
cruza a la vereda de enfrente, hace decir que no está. 

Cuando es avaro, huye del mundo por miedo a que- 


162 



dar sin dinero, y vive como un pobre, o sea, como 
lo que, por temido, lo mantiene en su avaricia. 

Cuando es vegetariano huye de los bifes por miedo 
a enfermarse y vive como un enfermo; o sea, como lo 
que, por temido, lo hace seguir comiendo verdura. 

La represión de Freud, formando el inconciente a 
expensas de la conciencia, es una fuga hacia adentro. 

La simulación, de Adler, por la que el tipo trata 
de justificarse ante sí mismo y ante los demás, es una 
fuga hacia afuera. 

La actitud sumisa, es una fuga hacia abajo. 

El propósito de enmienda, es una fuga hacia arriba- 

El tipo es un piantado. 


163 




INDICE 


rAc. 


Palabras para la tercera edición 9 

El gusano loco 11 

Optimismo y pesimismo *3 

Castillo de naipes 15 

El premio Nóbel del Dr. Waksman 19 

Función política y cultural de la rata 23 

El porta ¿qué? 33 

La pierna rota 37 

La orden de la Liga 41 

Sueño de una noche cualquiera 45 

Contribución a una biografía reivindicatoría del caballo 51 

Las veces en que el tipo “se queda helado" 59 

Defensa del pie 63 

La pcticidad humana 69 

La muchacha no tiene la culpa 75 

L1 tipo y la máquina 79 

El dedo amenazado 83 

Aquello de los ciegos y el elefante 87 

Hormiga, agricultura, flirt, matrimonio 91 

Cuando se oiga 1" tortilla 99 

La parle lastimada 105 

Cuando se llega a saber la verdad se sabe mucho menos que antes 

de haberla sabido 107 

La lección del microbio 113 

Decadencia de tina familia 117 

Paradojas 123 

Canibalismo 129 

Burros, escorpiones y pájaros 135 

Epitafios 139 

Jitanjáforas 143 

Excursión a mañana 151 

El prófugo 161 




Terminó de impri- 
mir este libro en 
ene talleres , Mu la- 
bia 1379 , Be. Airee, 
el día SO de di - 
eiembre de 1953. 



imaginación; las novelas radiales 
y las charlas que él mismo pro- 
paló desde los micrófonos, están 
hechos todos de una fórmula má- 
gica, cuyo secreto posee sólo 
Wimpi: gracia auténtica, limpia, 
sana; sagacidad para descubrir las 
particularidades comunes a todos 
los “tipos” del universo; felicidad 
y frescura en la expresión; la 
paradoja increíble pero apoyada 
en un razonamiento perfecto v, 
para que el contenido no quede 
a medio entender, la forma sen- 
cilla pero segura de llegar sin 
esfuerzo a la comprensión general. 
“£/ gusano loco”, que la Edito- 
rial Borocaba presenta en este 
volumen, resume cuanto señala- 
mos acerca de Wimpi, aunque fal 
taría agregar que no es difícil 
advertir detrás de su humorismo 
un pensamiento rectó y certero y 
una crítica honrada, desprovista 
de burla, a muchas cosas que ha- 
cemos y decimos los hombres pa- 
ra complicarnos inútilmente núes 
tro mundo íntimo, para añadirnos 
falsas preocupaciones y las ya na- 
turales de la aventura vital. 


EDITORIAL 

BOROCABA 

BUENOS AIRES